Este escrito se lo dedico a mis hijos y nietos, para toda la familia y para todas las personas que lo quieran leer. PRESENTACIÓN Me llamo Paca González Pomares, tengo setenta y cinco años y vivo en Facinas. Vivo sola y me dedico a las tareas de la casa todos los días. Me gusta coser, hacer punto, y cocinar. No soy guapa ni fea; soy del montón. Mi cara es un poquito alargada y soy gordita. Soy una persona activa: a mi edad, me subo a una escalera para pintar. A la vez, soy una persona tranquila, habladora, valiente y sencilla. Me gusta mucho cocinar, coser, hacer punto de cruz y punto (cuando mis hijos iban a la escuela, les hacía yo unos babis y les ponía en los bolsillos unos conejitos, unos pollitos o su nombre). También me gusta el cante, el baile y viajar, que he ido a muchas excursiones. Voy a la Escuela de Adultos. Mi profesor, Javier, es muy bueno y me enseña mucho. Estoy muy contenta porque he aprendido mucho y, mientras pueda, no dejaré de ir. He escrito este libro para que, el día que yo falte, tengan un recuerdo mío mis familiares y mis amigas, que me gustaría que lo leyeran. Algunas cosas las he escrito yo; otras, las he grabado y se han escrito con ayuda de mi profesora Beatriz. Escribirlo me ha servido para recordar muchas cosas de mi vida pasada, que ha sido muy dura. A mis abuelos no los conocí; ni me hablaron de ellos ni supe las caras que tenían. Como entonces no se hacían fotografías... Nada más que conocí a las abuelas. La madre de mi madre, que se llamaba Luz Romero, era bajita; me acuerdo como si la estuviera viendo ahora. La madre de mi padre se llamaba Juana Medina. Mis tíos por parte de mi padre estaban una en Barbate (se llamaba Curra), otro en Algeciras (Antonio) y otro en Pelayo (Juan). Trabajaban en la mar. Mi tío Paco, hermano de mi madre y padre de Tobalina, se crió en el campo. Le seguía una hermana que se llamaba Pepa, la madre de Corbacho; y otra, que era la mayor y se murió joven, Antonia. Mi madre era la tercera. Cuando yo tenía dos meses, mis padres se fueron a Barbate, y estuvieron un tiempo allí trabajando. Yo estaba muy gordita y muy vistosa. Cuando tenía unos cuatro meses empecé a ponerme mala, mala; tenía fiebre, me quedaba lacia, echando baba... Mi madre fue a casa de una señora, que me reconoció y les dijo, “a esta niña la han echado mal de ojo”. Aquella señora fue la que me curó a mí. Empecé a ponerme buena, a ponerme buena, y aquí estoy. Muchas personas, si a alguien les gusta mucho su niño chico, sus padres le dan un tortazo para que llore, para que no le vayan a echar mal de ojo. Yo he escuchado siempre eso. Yo recuerdo de pequeña, que pasé mucha necesidad. La mayor soy yo, de cinco hermanos (ya falta uno, por desgracia). Mi padre amasaba en la panadería de Diego Rosano. En el colegio estuve tres meses nada más, cuando tenía unos ocho años. En esos tres meses supe leer y escribir; con muchas faltas, pero me defendía. Pasamos mucha hambre. Mi madre, la pobre, iba a coger un cubo de chumbos y se ponía en la mesa de casa a repartir. Nosotros cinco, alrededor de ella; un chumbo para uno, otro chumbo para otro... y así. Sin pan y sin nada. Porque no había; eso era lo que había de comer. Cogíamos las algarrobas de un algarrobo que había en el Huerto de Las Candelas, que era de Juana Rosano. Las ramas caían hacia la carretera cargaditas de algarrobas y nos las comíamos. Ahí sigue el algarrobo pero, ¿quién se acuerda ahora de las algarrobas? En ese huerto también había muchísimos naranjos. Josefa Oribe, Ramona y mi madre, al atardecer saltaban al huerto y cogían sacos de naranjas, para comer. En casa de Ramona, que estaba cerca, dejaban los sacos y, ya cuando se hacía muy de noche, mi madre pasaba a recogerlos. Yo digo que eso no era robar; era para comer nosotros. Mi hermano Fernando, que ahora vive en San Pedro de Alcántara, se encontró en el suelo una flor blanca que se llama jarrón (ahora lo llaman cala). La cogió y se comió lo amarillito de dentro, y se le puso toda la boca roja, que le ardía, y reventada; porque eso será como veneno. Mi madre le dijo, “¡chiquillo! ¿qué es lo que has comido?”. Nos comíamos las cáscaras de las naranjas y las de los plátanos, que las veíamos por la calle. Ahora se ven los pedazos de pan en el suelo; ¿cuándo se veía en las fechas mías el pan en el suelo? Mi padre, cuando iba a trabajar al campo, encontraba un cochino, le daba un testarazo en la cabeza, y nos lo traía a casa, para que mi madre lo arreglara. Cuando faltaba el cochino, nadie sabía nada. Yo no sé si se enteraban o qué; pero yo digo que, cuando mi madre lo preparaba, echaba mucho olorcito. Cada vez que lo veo yo de otros sitios del mundo que están así, me acuerdo yo de lo que nosotros pasamos. Ahora, gracias a Dios, en clase de pobres estamos viviendo bien. Dormía a mis hermanos en la falda Cuando era pequeña, mi madre me tenía que lavar el vestido para secarlo mientras que estábamos durmiendo, y ponérmelo al otro día. Gastábamos alpargatas. Cuando hice la primera comunión, que recuerdo que la hice con unos misioneros, me puso mi madre el vestidito blanco, limpito, y unas alpargatitas blancas. También me confirmé con los misioneros. Mis amigas y yo jugábamos a la rueda, a saltar a la comba, a coger y al tocadé, que se jugaba con una piedra que cogíamos, finita. También a las casitas, que los juguetes que teníamos eran de la loza que se le rompía a nuestras madres. Las muñecas eran de trapo, que las hacíamos nosotras mismas. A la rueda de la alcachofa, veinticinco por una rosa, La rueda era todas de la mano, en círculo. Y Pimpirigallo la cantábamos cogiendo cada una un pellizco de su mano y, con la mano libre, un pellizco de la compañera: “Pimpirigallo, monte a caballo; un cochinito, muy pelaíto. ¿Quién lo pelo? La pícara vieja, que está en el rincón, comiendo gazpacho, con un cucharón”. Cuando vivíamos en Las Canteruelas (que está más abajo del Retín), con ocho años, me encantaba dormir a mis hermanos en la falda. Cogía una silla bajita que tenía mi madre y les daba unas mecidas a mi hermano Fernando, que tenía tres añitos, a mi hermano Juan, que en paz descanse, que tenía dos años, y a mi hermano Manuel, que tenía año y medio. A mí me gustaba mucho cantar y me sigue gustando. Estas nanas las aprendí de escuchárselas a mi madre: Duérmete, niño chiquito, Mi niño es muy chiquitito Si este niño se durmiera, Mi niño es muy chiquitito dice que le va a comprar de caramelos un cartucho. Se las cantaba a ellos y así se quedaban dormidos. Las vecinas que me escuchaban decían, “¡es una niña tan chiquita y hay que ver lo bien que canta!”. También se la he cantado a mis hijos y a mis nietos. Mis nietas Gema y Alejandra del Carmen me pedían que les repitiera la de “de caramelos un cartucho”. Nana de La Niña de Antequera Cubierto en blancos pañales, mi niño duerme en su cuna, Adivinanzas Blanco como el papel, transparente como el cristal, todos me pueden abrir y nadie me puede cerrar. (El huevo) Una torre boveadasin ventana y sin postigo,como no me lo aciertes, no te lo digo. (La caña) En lo alto de aquel cerro hay un bichito negro .(El escarabajo)
Vinieron una vez los moros Cuando era pequeña, con seis años, vivíamos en la calle Real, que ahora se llama Constitución. Vinieron una vez los moros, y la Calle Real se llenó de moros. La prima de Nina Campano, que se llamaba Francisca (ha muerto hace poco), vivía enfrente y era muy amiga mía. Nosotras dos cogíamos por el callejoncito, nos asomábamos y veíamos que los moros no se habían ido todavía, dábamos una carrera a la casa y nos metíamos debajo de la cama, asustadas. Al rato grande salíamos otra vez, nos asomábamos y, como veíamos que no se habían ido, otra carrera a debajo de la cama. Nosotras, de ver tanto moro vestido de caqui, con esos gorretes y esas cosas, ¡aquel día pasamos más miedo...! Pero a nadie hicieron nada; sólo estaban en la calle, en pie. Ellos venían a formar guerra pero, como les dieron la paz, se fueron pronto. Mi suegro no se asustó, sino que se llevó a tres o cuatro a comer a su casa. ¡Cuando mi suegra los vio, se quedó...! Pero no hicieron nada; les pusieron de comer, cuando terminaron de comer se fueron y ya está. Y mi madre me contaba que la abuela de Mari Luz Peinado, cuando vio tantos moros, se puso a decir a su marido, que se llamaba Manuel: “¡Manuel Motilla! ¡Manuel Motilla!”. De nerviosa, no le salía lo que quería decir, que era, “¡Llévame a la Motilla , Manuel! ¡Vámonos a La Motilla !” (hay un cerrito enfrente de Facinas que le dicen así). Ya después, mi madre estaba muy asustada y nos fuimos todos a vivir al campo, a donde vivían mi tía María y mi tío Paco Pomares, que eran unas cabrerizas arriba del Pedregoso que se llamaban La Cuna. Allí hacía mi tía leche y queso para vender. Tenía mi tía un cubo con cal apagada y yo, como era muy chica, me parecía que aquello era de comer. Metí el dedo y lo chupé. ¡Me tuvo mi tía que lavar corriendo con agua la boca! Allí estuvimos unos tres meses, hasta que nos dijeron que no había que temer y nos vinimos. Refranes “Anteayer tu pan comí, y ayer no te conocí”. Con siete u ocho años nos fuimos al campo, a Las Canteruelas, a una casita de piedra con el techo de paja junta al cuartel de la Guardia Civil. Allí mi padre hizo, a la vera del encinar, un horno de carbón. En Las Canteruelas, a la vera de la carretera, había una casa que se llamaba La Casilla La Mulata, donde vivía un matrimonio que tenía tres hijos. La mayor se llamaba Antonia, la otra Milagros y el varón Juan. Los padres se llamaban, ella María y el Juan, que estaba de peón caminero. ¡Me acuerdo de todos ellos como si los estuviera viendo! Un día, mi madre, mi hermano Antonio y yo, fuimos a La Casilla La Mulata por leche de vaca, que ellos vendían. Cuando íbamos para mi casa, teníamos que pasar una alambrada para salir, y venía una vaca bramando mucho, como una loca. Yo le dije a mi madre, “mientras esa vaca no se vaya, no paso yo por ahí”. Recuerdo que mi madre me dijo riéndose, “¡Ojú, no te vaya la vaca a comer!”. Entonces entraron mi madre y mi hermano y, cuando la vaca los vio, salió corriendo trás de ellos. Si no está la cancela un poco abierta, los coge a los dos y los deja listos. El muchacho de la casilla, que los vio, dijo que la vaca iba buscando al becerro, que se le había perdido, y que las vacas, cuando se le pierde el hijo, se ponen muy bravas y lo que se les pone por delante lo atacan. El muchacho le tiró unas piedras, la vaca salió corriendo y, cuando la vimos alejarse, pasamos todos. Nos gustaba ver cómo mi padre hacía el horno de carbón Yo recuerdo que mi hermano Antonio y yo nos íbamos con mi padre, porque nos gustaba ver cómo hacía el horno de carbón. Mi padre hacía un llano en el monte, que se llama alfanje, y lo ponía muy lisito. Entonces iba a por leña de acebuche y la ponía en pie por todo alrededor, hasta que se quedaba un montón redondito. Le dejaba unos boquetitos por abajo, y una puerta pequeñita, y por ahí le prendía fuego. También le ponía tierra por encima, para que no se saliera la calor. Así estaba unos días cociendo el horno. Cuando mi padre iba a sacarlo, a mi hermano y a mí nos gustaba ir con él, para ayudarle. ¡Nos poníamos todos tiznados! Después llenábamos los sacos y, cuando estaban llenos, mi padre iba a venderlos a Barbate. Dos años después a mi padre se le acabó el trabajo y nos vinimos de Las Canteruelas a Facinas. Son unos quince kilómetros y tuvimos que venirnos andando por la carretera lo tres hermanos mayores (yo tenía nueve años), con mi padre y mi madre. Mis dos hermanos pequeños iban en un burro, y otro burro para las cosas que llevábamos. En aquellos tiempos, ibas andando y te salían unas serpientes muy grandes. Entonces mi padre empezó a trabajar en San José del Valle. Se iba andando para allá, unos cinco kilómetros, y andando para acá, porque no había coches. Mi padre era muy alto, y necesitaba mucho de comer pero, lo poquito que recogía, un pollo o un pedazo de pan, lo traía para los cinco hijos y se lo quitaba él de comer. Y ya empezó a ponerse malo. Con diez años trabajé limpiando y en casas Al año murió mi padre; murió de endeblez, de anemia. Tenía yo casi diez años, mi madre treinta y dos años, y mi padre treinta y cuatro. Ella empezó a trabajar en la calle. Se tenía que ir a lavar al charco de La Mesta la ropa de los militares y yo me tenía que quedar a cargo de mis cuatro hermanos; uno tenía siete (Antonio), otro cinco (Fernando), otro tenía tres (Juan, el que murió) y otro dos añitos (Manolo). A la Guardia Civil también le lavaba la ropa. Yo dormía con mi madre y los cuatro hermanos míos dormían juntos en una cama: dos para arriba y dos para abajo. Y con el colchón de paja. Teníamos una habitación sola y una cortina: una parte era el dormitorio y otra la cocina comedor. Eso era lo que había. Y el water..........el campo. Con diez años me iba a lavar la ropa de mis hermanos, de mi madre y la mía, a La Mesta. Y pinté entera una casa de una señora de los carabineros. Y le fregaba el día que mi madre no podía ir. Una de las muchachas (tenían cuatro hijas) decía, “me gusta más el fregado que hace Paca que el que hace la madre”. Mi madre lo hacía muy ligero. Con diez años también, le limpiaba a la Guardia Civil las casas por dentro. Y estuve sirviendo con una señora que se llamaba Gavina, que vivía en la calle Real de Facinas. Ella tenía una carnicería y, como estábamos de vecinas en el mismo patio, cuando le hacía falta porque mataban un becerro, por ejemplo, yo le ayudaba. Ella fue la que me enseñó a cocinar. Mi madre se iba trabajar y ella me decía, “Paca, hoy le vamos a hacer la comida a tu madre, para que no se enfade contigo cuando venga del trabajo, cansada y con toda la calor”. Entonces me dijo lo que se echaba a un arroz guisado con pimiento y tomate. Mi madre, la pobre, venía harta de trabajar y traía muy mal genio; y, como yo era la mayor de cinco hermanos, el mal genio lo pagaba conmigo. Por eso, la buena señora, como yo sólo tenía diez años, se compadecía de mí. A la señora Gavina siempre le estaré agradecida, aunque ya no exista. Desde que aprendí a guisar, mi madre venía del trabajo y no tenía nada más que sentarse a comer, y se ponía muy contenta. También mi madre limpiaba la iglesia de Facinas y el cine, y cogía tagarninas, que es un tipo de cardo, y chisparra, que salía de la corteza del chaparro cuando se hacía el carbón. Todo esto lo hacía para darnos de comer a mis hermanos y a mí. Cuando mi madre no podía ir a limpiar el cine porque tenía que ir a lavar ropa, iba yo; la iglesia también la limpié muchas veces en ese tiempo. Estuve cuatro años con don José y doña Emilia Yo quiero contar que un día de enero de 2006, en Facinas, en la tienda de Isabel Bermúdez estaban hablando de una señora que se llama Mari Luz, que vive en Madrid y estaba pasando unos días en Tarifa. Estaba yo allí en la tienda cuando nombraron a sus padres, que se llamaban don José y doña Emilia; entonces dije yo que los conocía, porque estuve sirviendo con ellos cuando tenía once años, que su madre tenía una farmacia. Cuando Mari Luz, la señora de Adolfo Toledo, se lo dijo, la señora dijo que no se quería ir sin conocerme. Fueron a mi casa una noche, nos dimos a conocer y hablamos de eso. Cuando ella era una niña de tres meses yo llegué a trabajar con sus padres, y me fui cuando ella tenía cuatro años. Ella no se acordaba de mí; me dijo que recordaba a una señora que se llamaba Josefa Oribe, y a otra señora que no recordaba su nombre, que iban las dos juntas a coger tagarninas al Pedregoso. Ella, cuando era una niña, iba con su padre al Pedregoso, porque su padre iba a poner inyecciones, y recuerda que el padre, cuando las veía andando por la carretera con los sacos de tagarninas encima de la cabeza, se paraba, las montaba en el coche y se las traía para Facinas. Entonces veían ellas el cielo abierto, porque aquel día se ahorraban de venir andando. Yo le dije que aquella señora que iba con Josefa Oribe era mi madre y que se llamaba Luz Pomares. Los padres de esta señora murieron, uno con cincuenta y siete años y la madre con ochenta y cuatro. Yo recuerdo también a su abuela, que se llamaba Elena y era una polvorilla: tenía muchos nervios, y había que hacer todo corriendo, pero era muy buena conmigo. Yo estaba muy contenta en aquella casa, porque las señoras eran muy buenas para conmigo. Como yo tenía mucha hambre, no sabían lo que ponerme por delante, y allí engordé unos pocos de kilos. Estuve allí cuatro años. Me tuve que ir con quince años, porque le hacía falta a mi madre, ya que ella se tenía que ir a trabajar fuera de casa y yo me tenía que quedar con mis hermanos. Antonio Peseta y Ana Peseta Había un matrimonio que vivía en Facinas que les decían de mote Antonio Peseta y Ana Peseta. Mi hermano Antonio y yo estábamos con ellos siempre. Llegaban los Reyes, y ellos nos los ponían. Me acuerdo que a mi hermano le puso un caballo de cartón y a mí dos canastitos de lata que tenían una hoja en medio del canasto, que se abrían por un lado y por otro y estaban llenos de pasas. Cuando vimos los juguetes nos pusimos muy contentos, porque mi madre no podía ponérnoslos. Recuerdo también que tenían un burro que, cuando el marido de Ana venía del trabajo, le quitaba el aparejo. Cuando lo tenía que encerrar en la choza de castañuela hecha para él, lo tenía que meter por medio de su casa, para llegar al patio, que estaba en el otro lado de la casa. REMEDIOS NATURALES 1. Para limpiar Chupón de palmito Para quitar el verdín de las paredes de las casas. Con arena, se usa para fregar los suelos o limpiar mesas de madera. Piedra de arenisca Con estropajo de esparto y piedra de arenisca, machacada con otra piedra o con un martillo, y con limón, se limpiaban las mesas de madera, las banquetas de corcho y los cacharros. 2. Para la ropa Mastranto (Mentha suaveolens) Es como la hierbabuena, pero con la hoja más peluda y gordita. Para blanquear y dar olor a la ropa. Cuando íbamos a lavar, cogíamos un cubito de agua y el taco de jabón; se untaba el jabón en el mastranto, se hacía espuma en el agua, y ese agua con jabón y mastranto se ponía encima de la ropa, a asolear al mediodía. Esto se hacía para que se quitaran las manchas de la ropa, y para darle perfume. Al enjuagar la ropa, se echaba al agua unas bolitas de añil que llamábamos azulejo, envueltas en un trapito. Después de escurrir, se tendía la ropa en los arbustos, para secarla. Alhucema (Lavandula sp.) La usábamos para dar olor a la ropa. Mientras que se bañaba al niño chico, se echaba alhucema al brasero y se ponía una silla boca abajo sobre el brasero. Encima de la silla se colocaba la ropita limpia del niño, para que estuviera calentita y con el olor de la alhucema cuando el niño saliera del baño. El vendedor de plantas venía en un burro, desde Vejer o Conil. Cuando bajaba del burro, se cogía una canastita en el brazo, con los paquetitos de las plantas, y recorría así el pueblo. “¡Aaaalhucema, orégano, cominoooo...! ¡Aaaalhucema, orégano, cominoooo...!”. El vendedor de membrillos venía de Conil con un mulo blanco y gritaba, “¡Chiquillos, llorar por membrillos, blancos y amarillooooos!”. 3. Para ahuyentar los mosquitos La mierda de vaca y de caballo, se usaba para calentarse y para ahuyentar los mosquitos, quemándola. Poleo (Mentha pulegium) También es bueno para el catarro. Se toma con leche muy calentita y miel. En el tiempo de los caracoles, se les echa poleo. Albahaca (Ocimum basilicum) Se pone un ramillete en las orejas, como el poleo. 4. Para los granos la mierda de palomo Dicen que era buenísima. Se ponía en el grano y se reventaba el grano. La hoja de la amapola (Papaver rhoeas) Se cuece la hoja de la amapola y, cuando está calentita, se pone en el grano. Sanalotodo (Umbilicus rupestris; otras) Es una planta de hoja anchita, de maceta o de jardín, parecida a la planta del dinero. Se quitaba como un pellejito que tenía encima y se ponía en el grano. Amorprende (Mirabilis jalapa) Es la que llaman hoy en día Sanpedro. Tiene flores de todos los colores y se abre de noche; echa un olorcito muy bueno. Mi madre la calentaba un poquito y nos la ponía en el grano; a los dos o tres días se reventaba el grano. Mi novio me convenció con diecisiete años Aquí en Facinas, había una casa que le decían “el auxilio social”, donde daban comidas para las personas necesitadas. Yo iba todos los días con una olla y me la traía llena. Me traía también unos chuscos de pan (ahora le dicen bollo) y el postre, que eran manzanas. Pasado un tiempo, colocaron a mi madre de cocinera en este sitio, junto con otras personas, y daban la comida por una ventanita pequeñita. Desde entonces, gracias a Dios, comíamos todos los días caliente, y se acabó el hambre que teníamos. Como los besos de una madre no hay ninguno en la vía; desde que murió la mía nadie me ha besao como ella lo hacía. Cuando nos fuimos poniendo algo mejorcitos, me casé. Aquí en Facinas había un salón que le decían el garaje de Luz Jiménez y Antonio Álvarez. Allí daban baile de pasodoble, que lo tocaba un señor que se llamaba Antonio Paz, con un acordeón. Era todos los domingos, yo iba con mi madre y cada muchacha con su madre; bailábamos unas muchachas con otras y lo pasábamos muy bien. Mi marido, cuando se fue a la mili, estuvo tres años sirviendo en Los Pirineos. Cuando volvió de servir fue al cine una noche. Estaba yo allí con mi madre y él con una hermana suya que se llama Teresa. Entonces le preguntó a su hermana, “aquella muchacha que está sentada con Luz Pomares, ¿quién es?”. Y su hermana le dijo que yo era la hija de Luz. Y él dijo, “era una mocosilla cuando me fui, ¡y cómo se ha puesto! ¡cualquiera la reconoce!”. Desde entonces, cada vez que me veía se venía detrás mío. Yo tenía dieciséis años. Él detrás de mi y yo, cuando me podía escapar por una esquina, me iba. Total, que me convenció con diecisiete. Hay muchas coplas de chacarrá que hablan del querer; y estas son algunas: Hice una firma en la arena, la pluma la tiré al mar, los peces fueron testigo, de aquella informalidad que tú tuviste conmigo.
No le encuentro explicación, lo que me pasa contigo una veces te maldigo, y otras veces, corazón, lloro sin estar contigo.
Estoy metidita en agua, en agua hasta la cintura; mi novio con otra novia, y yo con tanta frescura.
En la mar había una torre, en la torre una ventana, y en la ventana una niña que los marineros llaman.
¡Ajú, qué calor que hace que en la sombra estoy sudando! y el pobrecito de mi novio, en el campo trabajando.
El librito del querer lo paso letra por letra, y cuando llegué a la pe me quedé diciendo Pepa y de Pepa no pasé.
Un año que estuve hablándolo, y con dieciocho nos casamos, porque me quedé en estado. Mi suegra me regaló una gallina, para poner un puchero. Hicimos una comida familiar, y ya está. Porque entonces, ni teníamos ni podíamos. Antes no había agua en las casas En el mismo sitio donde vivo ahora nos fuimos a vivir. Entonces era un cuartito muy chiquitito, que tenía cocina, comedor y dormitorio, todo junto. Aquí en Facinas no había antes agua en las casas. Yo tenía que ir a la fuente que está al lado de la iglesia con un cántaro en el cuadril izquierdo y un cubo en la mano derecha. En el verano iba por la tarde, con la fresca, hasta llenar una tinaja grande y dos cántaros de agua. Así tenía agua para dos o tres días, para comer y para beber. Cuando teníamos que lavarnos tenía que dar más viajes, y para lavar la ropa tenía un baño de zinc y un lavadero de madera. Me ponía en el invierno al solecito en un rincón que ahora lo tengo con flores. Ponía también la ropa al sol para que se pusiera más blanquita. En particular, la ropa blanca la tenía todo el día al sol, al otro día la enjuagaba dos o tres veces, y en el último enjuago se le echaba azulejo, para que se quedara más bonita. Un cojo se tiró a un pozo y otro cojo le miraba y otro cojo le decía: “¡Mira cómo el cojo nada!”. Mi marido era albañil. Recién casados, se tuvo que ir a un campo que se llama Ojén, porque le salió allí un trabajo. Como entonces se ganaba muy poco, estuvo allí tres meses trabajando, sin venir a casa para nada. ¡Cuando vino, traía una barba de larga, que se parecía a Jesucristo! Con el dinero que ganó, un carpintero que se llama Juan Rambau nos hizo una cama, un aparador, un palanganero para lavarse (así se llamaba donde se ponía la palangana) y, para la cocina, un platero (que se decía a donde se ponían los platos) y una mesa redonda. Eso era todo. Porque era un cuartito muy pequeñito, y no cabía más cosa. Después se metió a contratista de obra y ganaba más dinero. En clase de pobre, lo pasábamos bien. Entonces pusieron la casa en venta, y la iba a comprar un tal José Moreno, que vivía en El Pedregoso. Mi marido dijo que, para eso, la compraba él, que vivía en ella. La arreglamos y ya no parece la misma. Llevo viviendo en ella cincuenta y ocho años. Cuando me casé, ya los colchones eran de lana. Yo lavé la lana de mi colchón cuando me fui a casar, una por una, allí en el charco de La Mesta hincada de rodillas. Lavaba dos o tres sacos de lana y me ponía por las tardes a abrirla, para llenar el colchón. Dicen que, antes, la gente del campo guardaba el oro en tinajas y lo escondían por ahí. Y a veces hay señales de que está el tesoro ahí. Si se te hacía de noche y estabas sola, te salía una gallina clueca con los pollitos detrás. Cuando íbamos a la Mesta a lavar y nos cogía la noche lavando, decían que salían gallinas. Salía la gallina y después, de pronto, desaparecía. Cuando yo me quedaba más tarde, y se iban las demás señoras, me decían, “¡No te quedes tarde mucho por ahí, que sale una gallina clueca con los pollitos detrás!”. A mí no me salió nunca. Por la vereda que hay yendo para la finca de La Arráez , dicen mis padres que había una cabeza de un toro en un tajo, y un letrero que decía, “enfrente del toro está el tesoro”. Las personas empezaron a buscar, a buscar, y lo encontraron; pero no estaba enfrente, sino en la cabeza del toro. En la misma frente del toro estaba el tesoro metido. Había una mujer de Facinas que vivía por la parte de arriba, que se llamaba Chana Valencia, que de noche se vestía de fantasma con una sábana atada y los ojos marcados, para asustar a los chiquillos. Y todas las noches decían, “¡ay, que va a venir el fantasma!”. Una vez, un padre la acechó, se lió a pedradas con ella y la hizo un bollo en la cabeza; por eso se supo que era ella. Y ya no volvió a hacerlo más. Yo recuerdo que, cuando había tormentas, se cogía la tenaza de la candela o unas tijeras y se ponían delante de la puerta, en el suelo, formando una cruz. Yo todavía lo hago. Cuando hay tormenta, saco las tijeras a la puerta de casa. “Nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena”, reza el dicho. Y era verdad. En mi casa nacieron mis tres hijos En mi casa nacieron mis tres hijos: primero nació Manuel, a los cinco años y cuatro meses tuve a Felipe, y los once años a la más pequeña, Leonor. Mis partos fueron muy bien. Mi madre decía, “¡ay que ver la niña ésta qué durísima es, que no se ha quejado siquiera!”. Porque mi madre era muy chillona y yo me aguantaba. El primero lo tuve con una comadrona que se llamaba Luisa, “Luisa la Comadre ”, que tenía título. Era la romería de Facinas a Tahivilla; él nació a la una del día, y cuando la gente volvía para acá y se enteraron de que yo había tenido un niño, ¡cómo se puso mi casa! Hasta gente esperando en la calle había. De una a otra, diciéndoselo, “¡Ay, que niño más bonito ha tenido Paca!”. Ya Luisa se fue de aquí, y al segundo y a la niña los tuve con María Castilla, que no era comadrona, sino aficionada, pero entendía. Los dolores de parto los hacía paseando por la casa. Cuando me metía en la cama, ya era para dar a luz. Como entonces no se sabía si era niño o era niña, yo me acuerdo que con la tercera María Castilla me dijo, “¡Ay, Paquilla, una niña!”. Entonces no te la daban al momento; entonces la cogían, la liaban y la ponían a los pies de la cama, mientras preparaban las cosas para bañarla. Cuando nació el primero, mi marido no quería escuchar aquello, se fue y no volvió hasta que no estuvo afuera el niño. Estaban mi madre y Luisa la Comadre. Cuando tuve a Felipe, estaba mi marido trabajando. Cuando nació la niña, también estaba trabajando, en Las Piñas; ella nació a la una del mediodía y, cuando vinieron a almorzar, se la encontró. A todos los crié con pecho. Al primero trece, y a los otros dos, catorce meses; y no comían nada hasta que no les quitaba el pecho. A la niña sí la di una papilla que vendían en la farmacia: Pelargón. Se criaron muy gorditos y muy bien. Las mujeres que se dedicaban a recoger los críos María Castilla era aficionada; tenían que haberla reconocido, porque recogió a muchísima gente, y al final en Facinas no le han puesto ni una calle. Dejó su vida ahí. Y Pepa Morales y Luisa la Comadre , lo mismo. Te reconocía con el dedo. Mojaban el dedito en aceite de oliva y lo metía, lo esparcía en círculos, y a ver por dónde venía el niño. “Ya está aquí, ya viene pronto”. Eso es lo que hacía las infecciones tan malas que se cogían. Ni guantes siquiera. Como las bestias. No nos miraba nadie para nada, y en la mayoría de los embarazos y partos no veíamos un médico. María era muy buenísima. Llegaba siempre masticando un dulce o algo, con un mantón sobre los hombros. “¡María, que tengo unos dolores muy grandes!”. “No, hija, si tú todavía no estás preparada; todavía no viene. Todavía tarda, todavía tarda...”, decía ella. Después de recogerlos, bañaba a los niños y se empapaba ella de colonia del crío, la que fuera; para que supieran que acababa de recoger un crío. Ella era buena con todo el mundo. Acudía a todas y con todas se portó bien, la que tenía dinero y la que no tenía. Cada una le daba una propina; lo que podía. Venía después a tu casa, por lo menos tres o cuatro días, a bañarlo. Mi marido no podía ver a nadie pasando falta Yo tenía un marido que no le cabía el corazón en el pecho, porque no podía ver a nadie pasando falta. Él tenía un amigo en Tahivilla que se llama Asensio, que se le murió la señora; y cuando mi marido se enteró que no tenía dinero para que fuese enterrada en un nicho y que tenía que ir a la tierra, le dijo, “mientras yo esté aquí, no va tu mujer a la tierra”. Y le dio dinero para que le comprara un nicho. De vez en cuando, su hija me refiere que está muy agradecida por esto. A mis hijos les pasa lo mismo que al padre, que no tienen un pan suyo. A mi madre no le quedó ni paga siquiera. Entre mi marido y mi hijo Manolo fueron a Tarifa y Cobo (un médico que ya se murió) le arregló para que cobrara una paguita. Ya cuando fue ella más mayor cobraba su paga normal. fYo tenía unos suegros muy buenos. Mi suegra era muy calladita y no hablaba por no ofender. Mi suegro me decía siempre “Paquita”. Tengo unos cuñados y cuñadas también muy buenos, y me llevo bien con todos ellos. Tengo nueve nietos (dos nietos y siete nietas), tres bisnietos (dos bisnietas y un bisnieto). Los quiero a todos muchísimo. Tengo dos nueras, a cual más buena, y un yerno también muy bueno. Una anécdota con mi sobrino Cuando mi hermano Manolo se casó, íbamos mis hermanos y yo para la boda en coche a Jerez, y mi sobrino, el hijo de mi hermano Antonio, que tenía cuatro añitos y era la primera vez que subía, dijo, “¡Ojú, pupaíto, los árboles van corriendo pa' trás!”. Nos hartamos de reír, y cada vez que me acuerdo me tengo que reír. Mis mejores amigas son Mari Luz Peinado, Ana García, Loli Gómez y Pepa Viera Muñoz. Tengo también una amiga en Algeciras que se llama Antonia Benítez, que la aprecio un montón.
Mi marido murió en un accidente de carretera, cuando venía del trabajo. Venían de Las Piñas, y casi llegando a Facinas se cruzaron con un coche que venía de Cádiz, que venía como un loco, corriendo de un lado para otro de la carretera. Mi marido le dijo al chofer que se parara un poco hasta ver si pasaba; pero eso fue lo peor, porque en uno de los vaivenes le dio un testarazo y tiró el Land Rover por un terraplén.
Mi marido, me dijeron que murió en el acto. De los otros seis que iban con él, uno que se llama Carlos Segarra, que está casado con una prima mía, se partió un pie; otro que se llama Juan Llama se partió dos costillas; y Adolfo Toledo, una rodilla. A los otros tres no les pasó nada. El del coche que tuvo la culpa era un guardia civil. Se golpeó la cabeza y estuvo en el hospital, pero se puso bien. El que tuvo más mala suerte fue mi marido, que perdió la vida con cincuenta y cinco años, hizo el 17 de abril veintisiete años. Cuando a mí me dieron la noticia, primero me dijeron que se le había partido un brazo, pero después me dijeron la verdad. Entonces yo me desplomé en el sofá. Estuve un tiempo que no tenía ganas de nada y lo pasé muy mal. Yo tenía cuarenta y ocho años cuando me quedé viuda. No se olvida nunca, pero cuando pasa el tiempo ya no es la pena de los primeros días. He viajado mucho He viajado mucho. Ahora es cuando viajo menos, desde que una de las veces que viajamos a Portugal, salimos a las cinco de la madrugada y, cuando llegamos, estaba lloviendo mucho y no pudimos salir a ningún sitio. Nos pusimos chorreando nada más salir a un bar a desayunar. Pensábamos regresar a las cinco de la tarde pero, como llovía tanto, nos tuvimos que volver a las doce del mediodía. Al chofer no le dio tiempo a descansar un rato. Todas las gentes que venían empezaron a quedarse dormidas menos yo porque, por muy largo que sea el viaje, no me puedo quedar dormida en un coche. Por eso vi al chofer que venía dando cabezadas, y las demás no lo veían. No me pude aguantar más y desperté a la que iba a mi vera y se lo dije. Cuando ella lo vio por sus propios ojos, avisó a las otras y se formó la grande. Nos paramos en la carretera para que ese hombre se tomara un café en un bar y se espabilara, pero hasta que llegamos a Facinas no se me quitó el miedo que traía. Y desde entonces le tengo pánico a los viajes. A la Divina Pastora Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, ¡ Oh, siempre Virgen, Gloriosa y Bendita!. A ti, Divina Pastora a ti, madre celestial, que con cariño nos miras, desde tu pequeño altar. Y tus hijos te rezamos, pedimo s tu bendición para todas las personas que necesitan tu amor. Y con esto, madre mía las gracias te quiero dar, acógenos bajo tu manto y tu infinita bondad. |