Me llamo Nina Campano Ríos, y nací el 20 de marzo de 1937. Este libro lo he escrito para contar la historia de mi madre, no la mía. Es una historia triste, pero yo quería que la conocieran sus nietos y biznietos, y espero que la lean con cariño y muchísimo respeto. Porque mi madre fue una mujer que, a pesar de pasar tantas adversidades, fue capaz de sacar adelante a su familia con la frente muy alta.

Yo he aprendido muchísimo haciendo este libro. Me lo he pasado muy bien con mis compañeras y con mi profesora Beatriz, que ha sido capaz de sacar muchas cosas en limpio de mi escritura.

Él nunca tardaba tanto

Mi madre, Josefa Ríos, nació en 1902, y su vida transcurrió entre Facinas y El Pedregoso. Ella era cariñosa y tierna; pequeña y muy bonita. Tenía una tez muy blanca y unos ojos claros preciosos. Fue una mujer buena y bondadosa que vivió la terrible guerra que azotó nuestra España. A ella le tocó vivir una de esas historias tristes y deprimentes, que hacen que cualquier persona se sienta mal sólo de pensarlo.

Esta historia comienza una tarde en que mi madre se encontraba tranquilamente en su casa cosiendo (era una persona muy afanosa y siempre estaba atareada) y mi padre estaba durmiendo la siesta. Llegó un cuñado de mi padre que se llamaba Juan González a decirle que lo requerían en el cuartel para una pequeña gestión. Ellos se llevaban como hermanos.

Ella se alarmó mucho, porque las cosas estaban muy revueltas en aquel tiempo; pero él, con una amplia sonrisa, la confortó diciéndola, “no te preocupes, sólo será un malentendido; pronto estaré aquí”. Y cogiéndole de la cintura, la llevó hasta la puerta, donde tenían un pequeño patio lleno de enredaderas y flores multicolores, que hacían que aquella casa fuera un lugar alegre y feliz hasta ese día.

Él, siempre cariñoso, hizo que ella le diera el pie para subir a su caballo, y ella solícita le ayudó, sonriendo (sólo era un gesto de aquel amor que ellos se tenían). Se fue cogiendo un pequeño sendero que iba bordeando el camino hasta llegar al pueblo, y antes de perderse de vista le dijo adiós con la mano, porque ella estaba todavía mirándolo.

Ahí mismo empezó su tristeza: se quedó sola con sus dos niñas y con aquel pequeño ser que se estaba formando en su vientre, pensando que pronto volvería y que todo sería un pequeño susto. Pero las horas iban pasando y la angustia se iba apoderando de ella, porque él no volvía. Pensaba que no era normal; él nunca tardaba tanto. La noche fue desgranando las horas, y ella recostada al lado de sus niñas, que dormían plácidamente, callada, con un nudo en la garganta por donde apenas pasaba un poco de agua.

Amaneció, y para ella empezó la pesadilla. Primero fue a buscar a su familia, para contarles lo que había pasado. Su padre y sus hermanos la consolaron, diciéndola que todo tendría una explicación y que pronto volvería y contaría lo que había pasado. Ella, desesperada, buscaba a alguien que le pudiera decir lo que había sucedido. Muy pronto llegó la explicación: una tía suya que poseía una pequeña tienda le había denunciado por una deuda que tenía pendiente; y eso se pagaba muy caro en aquel entonces.

Dicen que le pegaron una paliza sin dejarle que dijera una sola palabra del motivo de no haber pagado. Aquella deuda de 500 pesetas, no sé cuánto sería en aquel tiempo; lo cierto es que Antonio Camacho, que le decían Cencerrita, le vio salir del cuartelillo apaleado y que no veía, de la sangre que le salía hasta por los ojos. Le amenazaron con que volverían a darle otra paliza si, cuando lo llamaran más tarde, no traía el dinero.

Él, asustado, se marchó a la guerra, pensando que sería lo mejor, que la guerra sólo duraría unos meses y que cuando volviera lo escucharían y se sabría lo que había pasado. Así se lo dijo a su cuñado Juan, quien no pudo detenerlo, porque ya lo había decidido.

El motivo de la deuda

Pero las cosas no sucedieron como él había pensado, porque nunca volvió. Por eso os voy a contar lo que sucedió, y cuál fue el motivo de la deuda que tantas lágrimas costó a esta familia.

Él trabajaba en el campo con un grupo de hombres que se dedicaban a hacer carbón (a lo mejor alguno de ustedes no sabe ni lo que es el carbón, porque hoy apenas se utiliza, pero en aquel tiempo era imprescindible, porque se utilizaba para todo). Ellos trabajaban todo el año y, después, lo vendían y pagaban en grupo todo lo que habían gastado mientras trabajaban.

Aquel año, al terminar su trabajo, llevaron el carbón a Cádiz para venderlo, como siempre hacían. Pero las cosas habían cambiado: cuando llegaron les salieron unos hombres de la fiscalía de consumo, que iban requisando todo lo que entraba por la puerta por el motivo de la guerra. Llevaron el carbón a unos almacenes muy grandes donde había de todo; tuvieron que irse sin recibir ni una peseta y el carbón se quedó allí. Por eso no pudieron pagar la deuda de ese año, y como era su nombre el que constaba en la deuda, él pagó todas las consecuencias.

La tía de mi madre no cobró, pero la vida hizo que pagara aquella maldad con muchas cosas que le pasaron. Mi madre decía que la vida le había cobrado demasiado caro todo lo que había hecho.

De mi padre no se supo nada más. Unos decían que lo habían visto en Pozo Blanco, otros en otro sitio, pero la verdad es que a su casa nunca llegó noticia. Mi madre, loca, la pobre mía; sin saber ni tener recursos, no era capaz de decir, “vamos a hacer esto, vamos a preguntar a la Guardia Civil...”.

Un día, años después de aquello, estábamos en el campo y vino a casa la Guardia Civil: “Cristóbal Campano Aguilar, natural de Facinas, casado con Josefa Ríos, padre de dos niñas (yo no contaba), ¿qué era de ustedes?”. Luego dieron con un cura en Facinas que estuvo investigando en Cádiz, y le dijeron que vinieron preguntando porque aparecía en las listas de la columna que tenían que presentarse y firmar los papeles todos los años, y no se había presentado.

Mis hermanas lo recuerdan con gran cariño, y yo siempre recuerdo a mi madre hablando de él, y cómo sus ojos se llenaban de lágrimas; porque, por muchos años que pasaran, nunca se acostumbró a su ausencia.

Yo no conocí a mi padre personalmente, porque nací unos meses después de que se marchara. Lo conocí por una fotografía que presidía la sala de mi casa. Mi madre y mis hermanas me enseñaron que ése era mi padre, y dicen que me tenían que subir en brazos a la mesa para darle el beso de las buenas noches, como ellas me lo enseñaron. ¡Figúrense lo que sería eso para mi madre!

Fue pasando el tiempo y yo, a pesar de todas las tristezas que me rodeaban, fui una niña feliz y muy querida por toda la familia. Por eso de que no había conocido a mi padre, me permitían casi todos los caprichos que en aquel tiempo se podían permitir. Pero la vida nos reservaba más tristezas.

Un día de verano en que mi madre se encontraba sola en su casa con sus niñas, porque sus hermanos estaban trabajando, vino un fuego que iba arrasándolo todo. El fuego se les había escapado a los prisioneros que estaban haciendo la carretera que va de Facinas a Puertollano. Era el año 1940, yo tenía tres años y no me acuerdo de nada.

Mi madre apenas pudo sacar la fotografía de mi padre y la máquina de coser que él le había comprado. Dicen que metieron estas cosas en un horno de pan que había allí. Mi madre y mi hermana Juana se llevaron unas cabras que teníamos y mi hermana María me cogió a mí en brazos para sacarme de allí, bordeando el fuego que destruía todo a su paso, incluida la casa de mi madre, con todo lo que tenía.

Dice mi madre que mis hermanas lloraban, pidiéndola que cogiera la foto de mi padre, porque era como si se fuera a quemar él. Fue lo único que le quedó en su recuerdo porque, después de este fuego, tuvo que empezar de cero con las tres chiquillas y con sus hermanos, que no la dejaron sola.

Huyendo del fuego, mi hermana María dice que iba por la sierra conmigo y, cuando llegaba a una pendiente, me soltaba y yo salía rodando, porque no podía conmigo. Así fuimos las dos, hasta llegar al Helechoso, donde nos íbamos a reunir con mi madre y mi hermana Juana. Dice Juana que mi madre se sentaba en el camino, porque no podía caminar para adelante; quería que la niña se fuera sola, arreando las cabras. Pero ella se sentaba a su lado y le decía, “si usted se queda aquí, yo también”.

Mi madre sacó fuerzas de donde no tenía, y llegaron a lo de María Zamora. Esperaron a que llegara mi tío, que había ido a coger palma (que antes se utilizaba para hacer escobas, esteras, espuertas, cestas... En fin, de todo). Allí se quedaron todos hasta el otro día. Cuando llegaron otra vez a su casa, no había nada, sólo ceniza y piedras.

Mis abuelos trabajaban el carbón

Mateo y María, los padres de mi madre, vinieron de Jubrique, porque recogían leña y hacían carbón. Los padres de mi padre seguramente también. Jubrique es un pueblo de Málaga y allí no había leña; allí había caña de azúcar y cosas de esas. Entonces, la gente de Málaga, Marbella, Fuengirola y esos pueblos venían aquí a trabajar; unos en el carbón y otros en la siega.

Mis abuelos hicieron unos ranchos y unos chozos de brezo a lo primero, y se establecieron después en El Pedregoso, en un llano grande que se llama El Horcajo. Yo escuché a mi madre que ella vivió muchos años allí; allí se casó, cuando tenía sus seis hermanos. El hermano mayor, Juan Ríos, se casó con Agustina Estudillo y tuvieron nueve hijos, cinco varones y cuatro hembras. Una familia maravillosa y muy guapos. Siempre hemos sido una piña y, cuando alguien ha fallecido, lo hemos sentido todos.

Otra hermana, Andrea, se casó con Juan Campano, hermano de mi padre, y tuvieron cuatro hijas y un varoncito que murió muy pequeño. Sobre este niño, mi madre contaba que vinieron a Facinas un matrimonio que hacía fotografías y que decían que eran titiriteros. Cuando le hicieron la foto, la mujer les dijo que no tenían hijos y quiso que mi tío le diera el niño. Ellos la dijeron que cómo podía pedirle semejante cosa, que cómo iba a darle a su niño. Se fueron de allí, asustados por la conducta de aquella mujer.

Sin saber por qué, el niño se puso malito y nunca se recuperó. Dijeron que le habían echado mal de ojo. Se fueron a buscar a esta mujer, pero ya no estaba allí. Además, mi tía se quedó viuda muy pronto; es una mujer muy afanosa y limpia, y luchó para sacar adelante a sus cuatro hijas.

Otro hermano de mi madre, Antonio Ríos, estaba casado con Petra Ríos. No tenían hijos pero, como dice el refrán, el demonio les dio sobrinos. La mesa siempre estaba puesta para todo el que llegara, y nadie se iba sin comer algo. María, otra hermana, era encantadora, siempre de buen humor; se casó con Juan González y tuvieron cuatro hijos. El hermano más pequeño, Paco, murió muy joven.

Entonces había remedios naturales

La hermana más chica de mi madre, María, se llevaba diez años con mi madre, y había sido siempre una niña muy endeblita. A la niña empezaron a darle unas fiebres tremendas, que les llamaban las cuartanas, porque daban cada cuatro días. A mi abuela le dijo una mujer, “Lo que tienes que hacer es llevar la niña donde hay una planta que se llama torvisca, le das a la niña una vara y que le dé una paliza a la planta mientras que ella tenga fuerzas, hasta que sude. La llevas tres días y verás como a la niña le desaparecen las fiebres”.

Mi madre cogió la niña y la llevó donde había unas plantas de esas. La niña tenía que decir, “Buenas días, señora Torvisca, ¿cómo está usted?”; y mi madre contestaba, como si fuera la planta, “Muy bien, ¿y usted?”. Y la niña decía, “Vengo a dejarle la cuartanillas a usted”. Y pom, pom, pom, pom... Dando una paliza grande a la planta, hasta que sudaba.

¡Fíjate las creencias de entonces! Como no había otras cosas... Pero dice mi madre que, a la niña, las fiebres se le pasaron. Esas plantas tendrán algún remedio, y al pegarla lo echaban.

Remedios naturales

1. Para limpiar
Chupón de palmito
Para quitar el verdín de las paredes de las casas. Con arena, se usaba para fregar los suelos o limpiar mesas de madera.
Piedra de arenisca
Con estropajo de esparto y piedra de arenisca machacada con otra piedra o con un martillo, y con limón, se limpiaban las mesas de madera, las banquetas de corcho y los cacharros.

2. Para la ropa
Mastranto (Mentha suaveolens)
Es como la hierbabuena, pero con la hoja más peluda y gordita. Para blanquear y dar olor a la ropa. Cuando íbamos a lavar, cogíamos un cubito de agua y el taco de jabón; se untaba el jabón en el mastranto, se hacía espuma en el agua, y ese agua con jabón y mastranto se ponía encima de la ropa, a asolear al mediodía. Esto se hacía para que se quitaran las manchas de la ropa y para darle perfume. Al enjuagar la ropa, se echaba al agua unas bolitas de añil que llamábamos azulejo, envueltas en un trapito. Después de escurrir, se tendía la ropa en los arbustos.
Alhucema (Lavandula sp.)
La usábamos para dar olor a la ropa. Mientras que se bañaba al niño chico, se echaba alhucema al brasero y se ponía una silla boca abajo sobre el brasero. Encima de la silla se colocaba la ropita limpia del niño, para que estuviera calentita y con el olor de la alhucema cuando el niño saliera del baño.
El vendedor de plantas venía en un burro, desde Vejer o Conil. Cuando bajaba del burro, se cogía una canastita en el brazo, con los paquetitos de las plantas, y recorría así el pueblo. “¡Aaaalhucema, orégano, cominoooo...! ¡Aaaalhucema, orégano, cominoooo...!”. El vendedor de membrillos venía de Conil con un mulo blanco y gritaba, “¡Chiquillos, llorar por membrillos, blancos y amarillooooos...!”.

3. Para ahuyentar los mosquitos
Poleo (Mentha pulegium)
Para ahuyentar los mosquitos. También es bueno para el catarro, con leche muy calentita y miel. En el tiempo de los caracoles, se les echa poleo.
Albahaca (Ocimum basilicum)
Se pone un ramillete en las orejas, como el poleo.

4. Para los granos
La hoja de la amapola (Papaver rhoeas)
Se cuece la hoja de la amapola y cuando está calentita se pone en el grano.
Sanalotodo (Umbilicus rupestris; otros)
Es una planta de hoja anchita, de maceta o de jardín, parecida a la planta del dinero. Se quitaba como un pellejito que tenía encima y se ponía en el grano.
Amorprende (Mirabilis jalapa)
Es la que llaman hoy en día Sanpedro. Tiene flores de todos los colores y se abre de noche; echa un olorcito muy bueno. Se calentaba un poquito y se ponía en el grano; a los dos o tres días se reventaba el grano.

5. Para echar la placenta
La murta (Myrtus communis)
Se pone a los animales en los pares, haciendo un collar, para que echen la placenta si es que no la han echado.
La torvisca (Daphne gnidium)
Cuando las cabras no echaban la placenta, cogían una torvisca, le hacían con hilo como si fuera un collar, se lo colgaban al cuello, y la cabra soltaba la placenta. Mi cuñado y mis tíos están hartitos de verlo.

6. Otros usos
La torvisca (Daphne gnidium)
Sacudir la corteza de la torvisca, para quitar las fiebres del paludismo o cuartanas.
Matagallo (Phlomis purpurea)
Siempre se ha dicho que es para los sabañones. Tiene una hojita ancha, que se pone medio blanca. Antiguamente, salían muchos sabañones; siempre con los pies mojados. Se echa en agua caliente y se meten los pies.
Escobón (Teline linifolia)
Es un tipo de retama. Lo usábamos para barrer el horno de pan.
Hierba de la sangre (Lithodora prostatra)
Es muy buena para el catarro.
Caraguala o carraguala (Davallia canariensis; Polypodium sp.)
Es un tipo de helecho que se recogía para vender a gente de fuera, que venían a comprarla para hacer medicinas.


Ella me esperaba para Mayo

En El Horcajo vivió mi madre con mi padre, que también trabajaba el carbón, en una casita de piedra con el techo de castañuela. Ya después, mi padre se fue a trabajar a San José del Valle. Hacían carbón de chaparro, de acebuche... Ahí se quedaron a vivir. Mis hermanas nacieron aquí en Facinas.

Cuando desapareció mi padre, mi madre se quedó fatal. No podía tomar nada, porque se le puso la garganta como seca. Le daban una mijita de agua, y apenas podía tragársela; y no quería probar bocado. Empezó a tener tantos problemas que su hermano Juan, que vivía en el campo (en El Pedregoso, arriba en la sierra) y trabajaba en el carbón y en la corcha, vino a recogerla y se la llevó del Roque, en Las Cabrerizas, a donde él.

Ellos tenían cabras y mi tía Agustina (la mujer de Juan), la pobre, calentaba la leche de cabra y se la daba a cucharaditas pequeñitas. Le cocía un poquito de manzanilla, un poquito de caldo... Y así fue mejorando. A mi hermana la mayor, entonces, le entró la tos convulsiva. Y mi madre toda la noche con la niña echada encima de ella, que se la pasaba tosiendo.

Pasaron unos meses, se levantó un día y vio que había roto aguas. Era Marzo y ella me esperaba para Mayo. Entonces la echaron en lo alto de una yegua blanca que tenía mi tío, mansa, que duró muchísimos años, y la trajeron a Facinas, donde la comadre que había aquí, que se llamaba Luisa y vivía en la calle Constitución. Mi madre se quedó donde una hermana suya que vivía en Facinas.

Ya nací yo, y era tan endeble, tan endeble, que no era nada. Dicen que tenía nada más que la piel y los huesos. Dicen que no tenía ni orejitas ni uñas, y que nada más que hacía, “mm... mm...”, como un gemido. Llegaba la gente, y decían, “¡Pobre Josefa! Con todo lo que ha pasado y que también la niña se muera ahora! ¡Porque esta niña no vive!”. Y un médico de Facinas que vino a ver a mi hermana, que seguía con la tos, don Benigno, me vio en pañales y dijo, “Señores, ¿qué es esto? ¡Si parece un gato chico!”.

Los primeros tres o cuatro días no cogía el pecho. Una vecina de mi madre, Luz Pomares, que estaba criando un hijo suyo, Juan (el pobre murió el año pasado), se ordeñaba la leche y me la daba en cucharaditas. Y mi madre igual. También me cocían hierba luisa, la ponían muy dulce (ahora, azúcar a los niños no se les puede echar; pero antes no nos pasaba nada), y me la daban a cucharaditas. La niña siguió creciendo y, cuando cumplí mi tiempo de mayo ya empecé a espabilar.

Nana
Pajarito que cantas en la laguna:
no despiertes a mi niño, que está en la cuna.
A los niños que duermen, Dios los asiste,
y a la madre que vela, Dios la bendice.
Ea la nana, ea la nana,
duérmete, lucerito de la mañana.

Ya mi madre se puso bien y se fue a su casa en El Roque, con dos hermanos solteros que tenía: mi tío Antonio y mi tío Paco. Su madre había muerto un poco antes de pasar lo de mi padre. Ella salió con una hija soltera que tenía, mi tía María, a buscar la yegua, que se había perdido. No la encontraron. Antes de regresar se sintió indispuesta y pararon donde una vecina, María Zamora, en El Helechoso. “Te voy a hacer un poquito de...”. Le hizo una hierba y se la dio. Mi abuela no se ponía mejor, y se murió.

Como se quedaron solos dos hijos solteros con mi abuelo Mateo, por eso mi padre se fue con mi madre para El Roque, con ellos. Mi madre contaba que mi abuelo Mateo lloraba porque quería muchísimo a mi padre. “Yo le pido a Dios que no quiero morirme sin ver a mi yerno entrar por la puerta”. Yo no lo conocí. Se murió de algo de la orina, y no era tan mayor.

Yo no quería comer

Mi madre me dio el pecho cuatro años. Yo llegaba de jugar, me subía en una banquetita de corcho que tenía, cogía un poco de leche, y a jugar otra vez. A mi madre le decían, “¡chiquilla, te va a matar la niña!”. Y ella decía, “si no tengo nada que darle, le doy un buche de leche, y algo que le entra al estómago”.

En el año cuarenta, que había mucho más hambre, mi tío Antonio me hizo un dornillo, que es como un plato de madera, para que empezara a comer. Cuando mi madre me hacía la comida, yo lloraba; no quería que me pusiera la comida, no quería comer. Dicen que cogía el plato, lo escondía y lloraba: “¡Mi platito no! ¡Mi platito no!”. El poquito pan que cogía mi madre en Facinas, cuando mi hermana mayor venía a por la ración con la cartilla, lo cortaba en trozos, y el de ella me lo daba a mí. Yo no lo recuerdo apenas, pero fueron tiempos muy difíciles.

Mi madre contaba que, más abajo de donde ella vivía, en El Vilano, había dos hombres solteros que amasaban el pan de noche (¡porque entonces no se podía hacer pan siquiera, estaba prohibido!). Mi madre, cuando veía que estaban amasando, les decía a mis hermanas, “anda, ve y dile al señor Juan que a ver si tiene una rebanadita de pan para tu hermana, que la niña no quiere nada de lo que hay”.

¡Y las pobres, con una vergüenza...! “¿Qué quieres, Mariquita? ¿Qué quieres, Juanita?”. “¡Mire usted, señor Juan, dice mi madre que si tiene usted un poquito de pan para mi hermana”. “¡Ay! Dile a tu madre que lo siento muchísimo, que no tengo nada, nada; ni una sopita de pan”.

Después de eso, la misma tarde llegaban donde mi madre con un pantalón roto, destrozado. “¡Josefa! ¡Aquí vengo, a ver si usted me puede echar un remiendito!”. Mi madre lavaba ropa por una gorda y cosía muchísimo para la calle, toda clase de ropa. Cuando se vino a Facinas, eso le ayudó mucho a salir adelante. Ella me lo contaba y yo le decía, “¡pues yo no se lo hago!”. Y ella me decía, “¿Qué iba a hacer? ¡Si los pobres no tenían nada! ¡Todos no vamos a ser iguales! Tu padre siempre tenía un dicho: haz bien y no mires a quien”.

Mi madre también sembraba mucha verdura en un huerto que tenía, y tenía que regar por la noche, porque no querían que cogiera agua. Yo siempre estaba a su lado, y me sentaba en una piedra mientras ella regaba.

Recuerdo que mi tía Andrea era muy buena y cariñosa conmigo. Venía a mi casa y me llamaba para que mirara en el bolsillo de su delantal, donde siempre metía algo de chocolate o alguna galleta. También metía una yema de huevo duro envuelta en un papelito de estraza. Sus hijas han sido para mí unas primas muy especiales.

No había nada, la mitad de las veces

Ana Serrano fue vecina nuestra en el Pedregoso, durante cinco años. Era una mujer extraordinaria, y todos le llamaban Mamá Ana. Ella siempre decía que, si tú le das una cosa a alguien, Dios te la devolvía. Ella contaba que, una vez, llegó una persona a su casa y ella no tenía nada que darle más que unos cuantos huevos. Se los dio y se quedó sin ninguno. Al rato llegó una cuñada suya, Andrea Rebolo, y le traía dos docenas de huevos.

Contaba también que, como los prisioneros que estaban haciendo la carretera de Los Barrios en los años cuarenta pasaban tanta hambre, ella les dejaba todo lo que podía en el tronco de un árbol grande que había por allí: naranjas, pan, boniatos cocidos... Lo que podía. Ellos venían y lo cogían, y los pobres le dejaban alguna cosa allí mismo: una navaja, una moneda... Nada, porque no tenían nada. Ana tenía una choza más arriba, y se los llevaba allí cuando los veía arreciítos, les encendía la candela y les cocía un caldero de boniatos.

Pasados los años, ella fue a Olvera un día y entró en un café. Tomó algo y, al salir, preguntó, “¿qué le debo?”. “Usted no tiene que pagar nada”. Ella preguntó por qué. Y el señor le dijo, “usted me dio de comer a mí cuando yo estaba prisionero, y eso yo nunca se lo podré pagar”. Ella no lo conocía pero, al hombre, la cara de ella nunca se le olvidó.

Y la madre de mi nuera me ha contado que había una mujer que hacía una olla de comida buenísima y se pavoneaba de la comida que había hecho. Pasó una vecina esmayaíta: “¡Qué bien huele!”. Tenía como una cocina chiquitilla, que era donde hacía la comida y ella le enseñó la olla, pero no le dio nada. En un volver de cabeza que hizo la mujer, le llevaron la olla. Al tiempo, se la pusieron otra vez allí, vacía.

La vida antes era muy diferente, porque no había nada la mitad de las veces. Y, sin embargo, lo pasábamos estupendamente. Yo recuerdo las nochebuenas que pasábamos, aquellas coplillas que cantábamos, con las zambombas, ¡y toda la noche haciendo buñuelos! Yo creo que vivimos en una sociedad de consumo, que estamos nada más que pensando en lo que tiene uno para quererlo nosotros. Y la maldad de hoy, antes no la había.

Estas son algunas coplas de chacarrá, el fandango típico del campo, que antes tanto bailábamos:

Esta mañana en mi patio
una rosa me encontré,
como la vi tan bonita
contigo la comparé.

Con esos rizos, morena
que te cuelgan por la cara,
pareces la Magdalena
cuando por el mundo andaba.

Cuado sales a bailar
con los palillos y los lazos,
te pareces a la reina
cuado sale del palacio.

No porque seas tan bonita
y tengas tantos colores,
mira la flor de la adelfa:
ningún animal la come.

Eres roble, palma y pino
almendro, cidro o peral
dulce, carrasca y olivo,
parra, sierpe o naranjal,
doce árboles te digo.

Quisiera ser como la hiedra
y atravesar tus paredes,
ponerme en tu cabecera,
y ver el dormir que tienes.

Debía de durar una madre
lo que dura una palmera,
y siempre tendría el hombre
una mujer que lo quiera
y lo llame por su nombre.

Yo he visto una rana encuero
y un cigarrón en camisa,
un lagarto con sombrero
y un sapo muerto de risa.

He visto un ratón de arar
con una yunta de gato,
y le dije, “camarada,
amárrate los zapatos
cuando lo vayas a soltar”.

Mi madre aprendió a escribir cartas sola

Yo escuché a una mujer mayor, Manuela la de Camacho, que en julio de 1936, cuando vinieron los moros a Facinas, todo el mundo salió corriendo calle arriba, saliendo de Facinas. Ella tenía una tienda, y el marido andaba trabajando por ahí. Y decía, “yo, ¿dónde voy con mis tres niños chicos? ¡Yo me quedo en mi casa! ¿Qué me van a hacer a mí los moros?”.

Ella estaba tranquila en su casa; los niños estaban jugando en el balconcito y ella se metió adentro para la cocina, a arreglar el carbón para encender una candela y preparar la comida. Entonces escuchó hablar, “guachu, blo, blo, blo”... Y dice ella, “¡me cago en la leche, ya llegaron!”. Tiró el carbón para atrás y empezó a reírse. Salió para afuera y estaba la tienda llena de moros.

Ella, en vez de apurarse, era risa lo que le daba; pero la risa era del miedo que tenía. Se quería abrir paso entre ellos para ir a la habitación donde estaban los niños y los moros no la dejaban pasar. El que mandaba entre ellos la decía con señas que se callara, que se tranquilizara, que no pasaba nada. Uno de los niños, Antonio, estaba en lo alto de una silla jugando con un moro con unas barbas muy largas, y al chiquillo no le daba miedo. Todo el mundo corriendo, asustado; pero ella dice que no hicieron nada, nada. No se llevaron de la tienda nada; una escopeta que tenía el marido y ya está.

Empezada la guerra, a Paco, el hermano más pequeño de mi madre, le tocó el servicio y estuvo unos cuatro años ahí. Esa fotografía en la que estoy de pequeñita con mi tía María, también estuvo en la guerra, pues me la hicieron para que él me conociera. Mi tío contaba que, cuando llegó la carta con la foto, los soldados la cogieron y se la pasaron todos de mano en mano; no se la daban, para meterse con él. Después se la dieron, y le leyeron la carta, porque él no sabía leer.

Él nunca se separó de la foto, y siempre la tuvo en su cartera. Murió muy joven, y siempre estuvo al lado de su hermana, mi madre. Era muy bueno y nos quería mucho a todas sus sobrinas.

Mi hermana, que tenía diez años, era la que le escribía las cartas a mi tío. Antes las cartas eran muy largas; se ponía, “mi querido hermano, espero que al recibo de la presente te encuentres bien; yo bien, gracias a Dios...”. Mi madre se cansaba muchísimo de estar esperando y un día dijo, “trae, que hoy voy a escribir yo”. Miraba lo que hacía mi hermana y se ponía a copiar. Hasta que ya escribía un trozo de la carta; y decía, “si me contesta con lo que yo he dicho, es que me ha entendido”. Así aprendió; poco, pero no tenía que poner el dedo para firmar.

A ella le gustaban mucho los cuentos; y por la noche, en el invierno, nos juntábamos a su lado, y ella nos contaba cuentos. Estábamos deseando que llegara la noche para sentarnos; la rodeaban mis hermanas, ella me cogía a mí en la falda y nos contaba cuentos larguísimos, que se llevaba ella las horas.

Mi madre recitaba muchas oraciones. Antes de acostarse, mi madre decía, “Buenas noches nos dé Dios”. Y esta es una oración que decía mucho: “Bendito y alabado sea, el santísimo Sacramento del altar, y la pura y limpia Concepción, de la siempre Virgen María; Madre de Dios, Señora nuestra, concebida sin mancha, sin pecado original, su primer instante, su purísimo ser natural, Amén”.

Y cuando había tormenta, mi madre siempre decía: “Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita; santo fuerte, santo mortal, líbranos, señor, de todo mal. Virgen María, tú que estás llena de amor, dile a tu hijo que aplaque, el brazo de su rigor”. A continuación cogía la tenaza de la candela y la ponía hecha una cruz en el suelo, en la puerta de la casa.

Algunas cosas son muy antiguas, pues mi madre decía que su madre se las decía a ella. Esta otra, que es muy larga, todavía la recordamos mi hermana Juana y yo:

Sea lo que Dios quisiera, lo que Dios quisiera sea
El galán quiere a la dama, la dama lo galantea
El que lo galantea es la mora, la mora madura y negra
Negra la saya de luto, luto aquel que la sustenta
Sustentación tiene el rico, el rico tiene moneda
La moneda es la que corre, el que corre lleva prisa
El que lleva prisa se muere, el que se muere lo entierran
Lo entierran son los jurones, los jurones uva echan
De la uva sale el vino, vino aquel que me consuela
Suela la del buen zapato, la que pabadana es buena
Buena la buena memoria, la que de ella se acuerda,
Se acuerda de San Francisco, de San Francisco Esteban
Esteban son los maitines, los maitines es copleta
Completa es la que urde, urde el telador su tela
Tela la del buen cedazo, por la que la harina cuela
Cuela la mujer que lava, la que no lava puerca
La puerca cría gorrinos, los gorrinos comen hierba
La hierba la cría el trigo, el trigo después se siega
Ciego aquel que no ve nada, el que nada a la mar entra
Entra a la iglesia cristiano, cristiano el que no reniega
El que reniega está entre moros, moros se ven desde Ceuta
Ceuta es un puerto de mar, a donde el pescador pesca
Pesca aquel que tiene manos, el que tiene manos juega
El que juega es un perdido, el perdido recela
El que se recela es valiente, los valientes caen en percha
Las perchas son de casada, de casada doncella
Doncella es la limeta, la limeta bebe vino
El que bebe vino tragantea, el que tragantea no canta
El que canta no representa, el que representa soy yo,
esta relación molesta.

Me tuve que ir al Pedregoso

Como mi madre se quedó sola, un hermano de mi madre, Antonio, la dijo, “si me caso algún día, la niña (que era yo) se viene conmigo”. Y mi madre le dijo, “pues así será”. Cuando mi tío se casó tenía yo once años. Su mujer era del Pedregoso, y ellos se fueron a vivir allí lejos, en lo alto de la sierra.

Yo la quería muchísimo, y a mi tío le quería como si hubiera sido mi padre. Pero cuando dijeron de irme, yo no quería por nada del mundo. Eso fue para mí horroroso. “¿Por qué me tengo que ir? ¡Yo no me voy!”. Mi madre me decía, “hija, se lo dije a tu tío cuando naciste, ¿qué voy a hacer?”. Así éramos entonces, había que mantener la palabra por encima de todo.

Aquí en Facinas tenía muchísimas amigas. Ahora ni se juega ni se canta ni nada; antes, ahí en la Calle Real, era horroroso. Yo no iba a la escuela, porque mi madre decía que no me hacía falta. Pero como a la iglesia podía ir sin que nadie me dijera que fuera, iba. En todos los acontecimientos de la iglesia, allí estaba Nina. Y el rosario no me lo perdía.

Llegó el día que me tenía que ir y, no se me olvidará en la vida, mi tío nos llevó en una carreta tirada por unos bueyes, con los cuatro cacharros. Desde lo alto de la Calle Juan Pérez Meléndez, donde vivíamos en Facinas, yo todo el viaje llorando como una Magdalena; y cuando llegamos yo me metía en todos los rincones a llorar; no quería estar allí ni bendita. Y ellos no sabían qué hacer.

Acertijos
Tan largo como un camino,
y joza como un cochino.
(El río)
Tan largo como una soga,
y tiene dientes de zorra.
(La zarza)

Allí estuve un tiempo bastante grande para mí. Un año o dos, más no. Mi tía me decía a veces, “que vamos a ir a Facinas”, y para mí eso era lo más grande del mundo. Mi tío decía, “¡la niña no quiere nada más que el juego de Facinas!”. Hasta que un día que fuimos a Facinas le dije a mi madre que no me iba de regreso, que no y que no. Mi tía se disgustó un poco, pero me dejó allí.

Aunque mi destino sería ese, porque poco tiempo después me tuve que ir con una hermana mía otra vez al Pedregoso.

Yo leía cuanto papel caía en mis manos

A mí siempre me ha gustado muchísimo leer, pero no tenía a nadie que me enseñara. Yo tenía trece años y aún no sabía nada. Un día, cuando vivía en la huerta vieja del Pedregoso con mi hermana, mi cuñado Curro me preguntó si quería algo de Facinas, que iba a comprar los mandados. Yo le dije que me comprara una cartilla para aprender a leer. Siempre estaba detrás de mi hermana, preguntando las letras y juntando una con otra. Aprendí a leer muy bien, y leía cuanto papel caía en mis manos; pero no sabía escribir nada, ni poner mi nombre. Ahora no sé mucho, pero me defiendo un poco, aunque sea con faltas.

Un hombre de Saladavieja, como vio que me gustaba a mí leer, me trajo algunos libros de cuadernillos: “El amor de un pirata”, “Gorriones sin nido”... Yo llegaba por las noches a casa de mi hermana, me sentaba con mi libro y me ponía el periquillo de aceite y torcía, que por la mañana teníamos la nariz negra. Todo el mundo alrededor de la mesa, y yo leía. Si no entendían alguna cosa, yo les explicaba lo que quería decir aquello, ¡fíjate! Así toda la noche. Cuando ya le parecía al abuelo (el suegro de mi hermana), me decía, “bueno, hija, ya para mañana”. Así leía yo todos los días. Aprendí estupendamente, de tanto leer.

Yo leía y se me quedaba en la memoria. Me ponía a escribir luego, y me concentraba en mi voz; escuchaba mi voz. Si supiera escribir bien, tendría muchas cosas escritas, porque me gusta mucho la poesía. Este poema a la Divina pastora lo escribí yo:

A ti, Divina Pastora
a ti, madre celestial,
que con cariño nos miras
desde tu pequeño altar.
Y tus hijos te rezamos,
pedimos tu bendición
para todas las personas
que necesitan tu amor.
Y con esto, madre mía
las gracias te quiero dar,
acógenos bajo tu manto
y tu infinita bondad.

Divina Pastora.
Bajo tu amparo nos acogemos,

Santa Madre de Dios.

No desoigas la oración

de tus hijos necesitados;

líbranos de todo peligro,

¡Oh, siempre Virgen, Gloriosa y Bendita!

Lo poquito que sé es porque antes venía por los campos la Guardia Civil, y teníamos que firmar para que constara que habían estado allí. Siempre querían que yo firmase, pero yo no sabía. Uno de ellos, llamado Jiménez, al ver mi interés, me ponía mi nombre en un papel, para que yo lo copiara. Así fui aprendiendo un poco. Entonces tenía catorce años.

Trabalenguas

Un hombre de superferilimitifláutico
que guarda su perferilimiflautiquía,
será el hombre más perferilimitifláutico
en las mil perferilimiflautiquías.
A mí me llamaban para que cantara

Yo recuerdo cuando tenía dieciséis o diecisiete años, que en el caserío del Pedregoso se juntaba muchísima gente para una fiesta o se hacía una matanza de cantidad de cochinos; y nos juntábamos también las chicas y me llamaban para que cantara, porque yo sabía las coplas muy bien: “¡Nina! ¿Dónde está Nina? ¡Que venga Nina!”. Todavía me acuerdo de muchas coplas que cantábamos, que lo aprendí yo de mi madre. Por ejemplo, las de la rueda:

A la rueda de la alcachofa, veinticinco por una hoja;
al pan duro, al pan duro, que vuelva (fulana) el culo.
La rueda de la alcachofa, veinticinco por una rosa,
pegaremos un saltito. ¡Ay, mi culito, señorito!
A la rueda el churumbel, quien se ría va al cuartel;
una vieja se rió y al cuartel se la llevó.

Y otras coplillas de la rueda, que íbamos haciendo cosas diferentes en cada parte de la copla:

La niña que está en el medio,

que se quite, que Dios no lo permite;

la del lazo colorao, mire usted qué descarao.
Sale el sol de la luna de mi amor,

y veréis la verbena solidar también.

Que salga la pavana, vestida de marinero,
y si no tiene dinero, que eche la carita al suelo.
Lucero del alma mía, lucero de mi querer,
los pollos de mi cazuela, no son para mi comer,
que son para la viudita, que lo sabe componer tan bien.

Yo soy la viudita, del Conde Laurel,
que quiero casarme, y no encuentro con quién.
Si quieres casarte, y no encuentras con quién,
pues coge a tu gusto, que aquí tienes quién.
Yo cojo a Paqui, por ser la más bella
y dulce azucena, que está en el jardín.

¡Cuidado al coger los pinchos y los ramos,
que tienen pinchitos y se pinchan las manos!

Tengo cuatro hijos y cinco nietos. A mis hijos y mis nietos siempre les he cantado muchas coplillas de las que aprendí en mi infancia. Como ésta del sapito verde, que es verdad que canta cuando llueve; y tiene muchos gestos que aquí no puedo explicar:

Sólo canta cuando llueve, nadie en la casa lo vio,
pero todos escuchaban, el sapito, clo, clo, clo.
¿Está debajo la cama, se ha metido en un rincón,
se ha subido a la azotea, o está dentro de una flor?

O esta otra del gallito:

Desde tres noches no duermo, la, la; se ha perdido mi gallito, la, la,
mi gallito, la, la; chiquitito, la, la; ¡sabe Dios dónde estará!
Tiene las plumas doradas, la, la; y la cresta colorada, la, la,
mueve el cuello, la, la; mueve el ala, la, la; y dice “kikirika”.
Seguramente a estas horas, la, la; algún gatito ha comido, la, la,
la crestita, la, la; el cuellito, la, la; de mi gallito perdido.


En su vejez, ella siempre estuvo arropada

Fueron pasando los años y la vida la premió a mi madre, porque sus hijas siempre vivieron pendientes de ella, se casaron y la dieron veintisiete nietos, cincuenta y dos bisnietos y un tataranieto. Su vejez fue buena, siempre arropada por su familia, que la quería muchísimo. Todos la querían tener en su casa porque era una mujer muy especial, buena y cariñosa, pendiente de todo y sin salirse de su sitio.

Sus últimos días los pasó en Fuengirola, porque se había ido con mi hermana María a pasar una temporada, y allí se rompió la cadera y empezó a estar peor.

Recuerdo que, cuando mi madre estaba muy mala en un hospital de Marbella, cogía las manos de las enfermeras, que eran muy cariñosas, y les recitaba:

Tú eres rosa, o clavelina, o azucena marchitada
o rosa más encarnada, de jardín de perla fina.
Te digo que eres divina, señora, porque me encantas,
y aquí mi voz se adelanta, y te digo con pecho sano:
Aquí tienes un jerezano, muerto y rendido a tus plantas,
con el sombrero en la mano.

Mi madre murió cuando tenía noventa y cinco años. Está aquí con nosotros en Facinas, porque ésta es su casa. A pesar de ser mayor, nos dejó un vacío muy grande y una gran pena porque se marchara. Sólo espero que su marido estuviera esperándola y que por fin estén juntos para la eternidad, como ella siempre deseó. Le pido a Dios que la haya recibido con todo el amor que ella se merecía, porque fue una mujer inolvidable.

Yo la escribí esta poesía a mi madre, cuando murió:

Cuando tú te fuiste, madre
se me partió el corazón;
y el dolor de tu agonía
en mi pena se enredó.
Por eso, desde ese día
yo no te voy a olvidar
porque tú, madre querida
siempre en mi vida estarás.
Y recuerdo tu sonrisa,
tu cariño sin igual,
y ese gesto que tenías
con esa gran humildad,
y al mirame me decías,
“ya Dios te lo pagará”.
Por eso, madre querida,
por tu bondad y ternura
siempre te recordaré,
que madre, no hay más que una.

Esta es la historia de mi madre

Esta es la historia de mi madre y de su familia. Yo supongo que ella no estaría nada satisfecha de su vida, por todas las cosas que le tocó vivir. Lo que más le habrá gustado, será haber tenido a sus tres hijas, a sus nietos y biznietos, y haber vivido tantos años al lado de su familia, que la tenían como a una reina. Todos vivíamos pendientes de ella, y le dábamos gracias a Dios y a toda su familia por haberla ayudado en aquel tiempo tan difícil.

Ojalá mis hijos y mis nietos sean muy felices. Espero también que sean honrados y trabajadores, para que siempre vayan por la vida con la frente muy alta, siendo respetuosos con todo el mundo; y que nunca se repita la misma historia que vivió mi madre.

Dios me ha mandado cuatro hijos,
mi futuro y mi presente también.
De mi pasado,
son los surcos de mi frente;
y yo me siento muy bien
por esos nietos que tengo,
orgullo de mi vejez.

 

Quiero incluir aquí un poema a Facinas y otro a Andalucía, por ser la tierra donde nací y donde vivo, y un poema a la Divina Pastora, patrona de Facinas.

Facinas

Este pueblo, aunque pequeño
no deja de preocuparse
por esos pueblos perdidos
donde reina tanta hambre.
Y yo creo que, entre todos
se debieran de arreglar
tantas guerras e injusticias
que nos hacen tanto mal.
Por eso yo, desde aquí,
con una gran humildad,
me dirijo hacia vosotros,
los que podéis ayudarles,
a todas esas criaturitas
que están muriendo de hambre.

Se están muriendo de hambre
de pena y enfermedad,
mientras vosotros buscáis
tirando de aquí para allá.
Se está pasando el tiempo
y no encuentran solución,
con lo fácil que sería
mirarse en su corazón.
Y con la mano en el pecho
se pusieran a pensar
que tal vez un día sus hijos
pasaran necesidad.

Andalucía


Si vives lejos de aquí
te invito a esta tierra mía
es una tierra bendita
que se llama Andalucía,

donde el sol, todos los días
nos llena de resplandores,
enredado con los vientos
y flores multicolores.

Si vienes a Andalucía
y la quieres visitar,
por poco que la conozcas
nunca se te olvidará.

Andalucía mía,
de gente alegre;
tierra de toros bravos
y campos verdes,.

yo nunca de aquí me iría,
que me ofrezcan lo que quieran;
¿Yo dejarte, Andalucía?
¡Eso será cuando muera!

Os pido perdón por las torpezas que haya cometido en este relato y espero que lo leáis con cariño y respeto, porque ellos lo merecían todo. Yo he querido contar estos acontecimientos para que ustedes, hijos y nietos, tuvieran un recuerdo de vuestros antepasados, así que les doy las gracias por comprenderme y perdonarme todos los fallos cometidos. Muchos besos de esta sentimental, que lo es,

Nina Campano Ríos