María
Márquez La familia de mi madre era de Vejer. De Vejer se fueron juntos trece hombres de emigrantes a Argentina. Tres solteros y los demás casados. Los solteros regresaron al año, porque les iba muy malamente a los pobrecillos. De los casados, que son los que tenían que haber venido, no volvió ninguno. Mi abuelo, el padre de mi madre, Francisco Sánchez Alba, se fue entre ellos. Mi abuelo trabajaba de carpintero en La Barca de Vejer. Hacía carretas, arados, yugos... Dejó a mi abuela Vicenta con cinco hijos. Cuando se fue, el más pequeño, mi tío Paco, no había nacido. Nació a los tres meses de irse su padre. Cuando nació, tenía un bulto en la cabeza, como un grano, de lo que mi abuela sufrió. Porque ella estaba trabajando de costurera con el señor Marqués, de los Mora Figueroa. La señora y el marqués eran muy buenos con mi abuela. Ella cosía y la señora le daba muchísima ropita de los hijos, zapatos y de todo. Por la noche la llevaba el chofer a su casa y le daba comida para sus hijos. Cuando llegaba, dormía unas noches una hora y otras noches nada, porque esa ropa tenía que arreglarla para sus hijos, para ir a la escuela. Mi bisabuela Manuela se quedaba a cargo de ellos. Dicen que mi abuelo estuvo pasando hasta hambre. Después, dicen que tuvo suerte y tuvo muchas tierras y muchísimo dinero. Allí se volvió a casar. Tuvo nueve hijos, y todos los nombres de los hijos y familia que tenía aquí los puso allí. Pastora, Manolo, Francisca, Pepe, Rafael, Paco... Cuando mi abuelo iba para Argentina en el barco, que echó un mes, escribió una postal a mi abuela. Era una enfermera guapísima barriendo. La postal la dedicó a mi madre. Ella, que era chiquitilla, con tres años, la cogió y la partió por la mitad. Ya después, cuando ella tuvo sentido, la pegó. Y por detrás ponía, aunque se entiende muy mal, “no volveré más a España hasta que no tenga las espaldas cargadas de oro”. No volvieron a saber nada de él. Un primo hermano de mi madre, Paquito, que le decían “El Polvorones”, lo vio un día, que se lo encontró. Su mujer en Argentina le preguntaba, “Francisco, ¿tú no tienes familia en España? ¿Ni madre, ni padre, ni hermanos?”. No contestaba nunca. Estando mi madre muy mala, el cónsul de España en Argentina se puso en contacto con el gobierno de aquí, porque mi abuelo había muerto. Y le dijeron a su mujer que sí que tenía familia aquí, y muy allegada. Mi abuelo murió un mes antes que mi madre. Empezaron a escribirse los hermanos de aquí con los de Argentina. Le escribían a mi tío Paco. Y nos mandaron fotos. Yo tenía dos tías más chicas que yo. Una era igualita que mi madre. Mis primas tienen esas fotos de mis tíos de Argentina. Le dijeron
a mi tío Paco, que si él iba allí, algo le darían.
¡Pero entonces había un guerrazo en el sitio que estaban
ellos...! Y mi tío dijo, “¡a ver si por buscar dinero,
busco la muerte!”. Cuando mi tío murió, ya no tuvieron
más contacto con ellos. Nunca vinieron por aquí. Mi madre me contó que cuando empezó la Guerra Civil, mi tío Paco estaba sirviendo, en Ceuta sería, y lo cogieron prisionero. Él no había hecho nada. Todos los días salían camiones con los presos, y mi tío Paco siempre sobraba. Me decía, “cada vez que me iban a sacar, tu madre se me presentaba. Lo cierto es que yo siempre sobraba”. Él estaba pensando en ella; y nunca se lo llevaban. Habían cogido a más gente de Vejer, y así mi madre supo que su hermano pequeño estaba prisionero (en Casablanca). Entonces ella se acordó de mi tía Rosalía, que se fue de ama de leche a Casablanca. Rosalía y Adelaida eran hermanas de mi abuelo Paco, el padre de mi madre. Una de las dos, cuando estaba criando un niño, era ama de leche con una mujer de Vejer. Esta señora rica no tenía leche para criar a su hijo. Cuando la señora se fue para Marruecos, se fueron las dos hermanas y sus familias con ella. Allí, en Casablanca, les buscaron colocación. Adelaida Sánchez Alba y Casimiro, su marido, tuvieron suerte. Los niños estudiaron, y tuvieron dos hijos militares: Salvador y Antonio, y (tres) hijas: Nicolasa, Fátima y (...) (primos de mi madre). Salvador era el que estaba a cargo de los prisioneros. Mi madre se acordó de ese tío que tenía en Casablanca, que hacía muchísimos años que no tenían contacto. Le escribió para ver si podían hacer algo por él, a una dirección que mi madre tenía. La carta llegó a las manos de su mujer, Adelaida. Y su hija Nicolasa le dice, “esta carta es para papá. ¿Sabes el remite de quién es? De mi prima Pastora”. “Pues ábrela”. Y vieron que Paco estaba en el mismo lugar donde estaba el hermano de Nicolasa, Salvador. Le escribieron y metieron la carta de mi madre dentro. ¡Cuando Salvador recibió la carta, se puso...! Al otro día, sacaron otros pocos de prisioneros para matarlos. A mi tío Paco fue el primero que nombraron. “Francisco Sánchez Vite, que dé un paso al frente”. Mi tío dio un paso al frente y cayó desmayado. “Ya me llegó mi hora”. Salvador lo recogió y, cuando volvió en sí, le dijo, “soy tu primo hermano”. “Esto lo debes de agradecer a tu hermana, que se acordaba de mi padre. Ha escrito a la dirección de mi padre, que hace dieciséis años que murió”. Y Paco le dijo, “yo, cada vez que me iban a sacar, sería de la endeblez que tengo, se me presentaba mi hermana”. Salvador lo tuvo unos pocos de días en el hospital, para que se le quitara la endeblez que tenía. Cuando se puso mejorcito, se lo llevó su primo unos días a su casa. Después mandó dos parejas de soldados para que fueran con él a Vejer. Ya mi madre lo tuvo en la casa. Porque de soltero estaba con mi madre. Estuvo mucho tiempo en la cama. ¡Tenía una anemia! Llegó a pesar 35 kilos. Se levantaba de la cama, y decía, “¡ya están ahí, ya están ahí...!”. Estaba muy mal. Después se casó con una hermana de mi padre. Estuvo un tiempo en un pueblecito llamado El Algar, a la vera de Medina Sidonia, de maestro escuela. Porque mi tío no tenía carrera, pero sabía muchísimo. Tenía 70 alumnos. Fíjate si sabía, que don José Mora Figueroa, cuando iba a escribir cartas para alguien importante, lo mandaba llamar, para que le escribiera las cartas. Cuando
sus niños fueron mayores, se fueron a Barcelona y allí murió. Mi abuela María, la madre de mi padre, tuvo dieciséis hijos: ocho hembras y ocho varones. Una niña se murió con ocho meses, y un niño murió con siete. Mi abuela dice que tenía a los niños, y al ratillo estaba lavando la ropa en el río. Dice que muchas veces cuando iban a nacer se iba a Vejer, con una mujer que se dedicaba a traer a los críos. ¡Porque había tantos muchachitos y muchachitas en la misma casa, viéndolo todo! Mi padre estaba colocado en un cortijo que le decían El Alburejo, de ganadero. Mi madre, al tenerme a mí se puso mala. Cogió una anemia muy grande. Luego se enfermó del pecho. Yo era la única hija, porque el médico le dijo a mi padre que mi madre así podía durar algo, pero que si tenía un niño se iba a morir. Y mientras durara tenía que estar en reposo. Le dijo el médico que le iban a hacer los papeles para llevársela a Sevilla. Aquella mañana, antes de mi madre irse, mi padre me llevó con mi abuelo paterno, que vivía a la vera de Las Lomas, en una finca que le decían Malabrigo. Yo tenía dos añitos y medio. Mi padre me llevaba en el caballo. Al pasar por las vacas que mi padre guardaba, vi yo las vacas con sus becerritos. Y le digo yo a mi padre, “papá, ¿tú ves cómo están estas vacas con sus niños? Así podía estar yo con mi madre”. Mi padre el pobre, llorando, cogió el caballo y se volvió. Luego pensó, “¿para qué me vuelvo, si a su madre me la tengo que llevar al hospital?”. En Malabrigo estuve cuatro años, con mis abuelos. Ya mi abuelo se puso malo, y se tuvo que ir mi abuela a Vejer. Entonces arreglaron para quedarme con mi tía Ana, una hermana de mi padre que vivía en Churriana. Estuve dos años en Churriana con mis primas, hasta que mi madre salió del hospital y se fue para Vejer. Tendría entonces yo ocho añitos. Para la feria de agosto, mis primas me dicen, “te vamos a llevar para la feria y vas a estar con tu madre unos diítas”. Mi madre me tenía unos trajecitos hechos. Y tenía mucha guasa. Me dice, “como estoy mala, ni te he comprado nada para la feria ni te he hecho nada”. ¡Y yo pues una cara! Mi madre me dio la mano y me dijo, “ven acá, hija de mi corazón”. Me abrió el armario y me enseñó por lo menos cinco o seis vestidos hechos de ella. Porque ella era muy curiosa. Y me dio una muñeca que la había regalado a ella de chica una tía suya, de esas grandes de porcelana. ¡Yo estaba con mi muñeca loquita de contenta! Me pongo yo en el zaguán a charlar con mi muñeca y viene una muchacha. Me la quitó. Y contra las rejas, me la cogió por las piernecitas y me la estalló. Yo llorando a lágrima viva. Mi madre me decía, “no te apures, hija de mi alma. ¿Qué le vamos a hacer? Tú no la has roto”. Cuando
terminó la feria vinieron mis primas a por mí. Y yo llorando:
“yo no me voy más, yo me quiero quedar con mi madre, yo quiero
disfrutar un poco de mi madre”. Hacía mucho tiempo que no
estaba con ella, y necesitaba su cariño. Y me quedé con
ella. Ya no me retiré de su lado hasta que se murió. Estuvo mi madre por lo menos dos años en Vejer. Y ya a mi padre le salió una colocación de ganadero con don Joaquín Núñez Manso en Churriana, en una cortijita a la vera de Las Lomas. A Churriana nos fuimos mi madre y yo con mi padre. Allí mi padre venía ganando diez reales. Ya se ha quedado don José de Mora Figueroa con todo ese cortijo. Con Mora Figueroa han estado todos mis tíos por parte de mi padre. Mi madre, se puso muy mala, de cáncer. Con el gasto de las medicinas y todo, nosotros tuvimos suerte. Porque como mi padre se colocó con los Núñez, no pasamos hambre como otra gente. Era el año cincuenta, y él venía ganando diez reales y la cabañería. Y los animalillos que criara: cochinos, gallinas, gallos, pavos. Todos los años hacíamos la matanza de un cochinito o dos. Arriba estaban Antonio Rojas y mi tío Lorenzo, de vaqueros. Con todas las vacas de los Núñez, que los hermanos todavía no las habían repartido. Y le decía don Joaquín a mi padre, “José, tú vas ahí arriba y que te den la leche que te haga falta, porque ahí tengo yo la misma parte que tienen todos”. Por eso no pasamos nunca hambre, gracias a Dios. De la gordura de la leche de las vacas, mi madre la quitaba antes de cocerla y la metía en una olla hasta que juntaba mucha. La batía mucho y hacía mantequilla de Flandes. Sé que. Encargaba los papeles para liar la manteca a un hombre que venía de recovero desde Algeciras, Joselito el de Quirol. Le daba a mi tía y a todas las vecinas. Parecían comprados los paquetes. ¡Qué buena estaba! En el verano, con la calor, había que gastar la comida en el día. Si sobraba un poquito de puchero, que no sobraba, todo caía, había que hervirlo por la noche. Si se mataba un pavo grande, mi madre lo (¿calaba?) en una olla muy grande para el puchero. Porque, si no, esa carne se echaba a perder. En el tiempo de los higos chumbos mi madre los cocía en la miel y me hacía melojas. Echaba también berenjenas y batata.
Y hacíamos
lomo en manteca y zurrapita. Yo solita con mi madre, de noche y de día En el verano mi padre tenía que ir a Jerez, de acostadero con las vacas. Llevarlo a los rastrojos y granos que quedan después de aventar el trigo. Se llevan un mes o quince días allí el ganado. Allí en el campo, mi madre no tenía a nadie. Mi padre no tenía a nadie. Yo era chiquitita. ¡Ojalá hubiera sido mayor! Con nueve años, yo me quedaba con mi madre. ¡Ya ves tú lo que yo podía hacer! Calentarle al café, porque otra cosa... Estuvo en la cama veinticuatro meses sin levantarse. ¡Con un dolor...! Cuando se levantó, tuvo que aprender a andar. La cara se le torció, siempre del mismo lado. Yo solita con mi madre, de noche y de día. Y al cuidado de los animales. Cuando mi padre se iba yo tenía que dar de beber agua a las vacas. Me montaba en un caballo que era muy noble e iba donde mi tío Lorenzo, que tenía una noria con una burra. Cuando él terminaba yo le decía, “tito, déjame la burra amarrada, que yo le doy de beber agua a las vacas”. Después soltaba la burra, metía las vacas para dentro y me llegaba para la casa con los pavos y otros animales, a bregar con mi madre. Con nueve años yo me lavaba la ropa. Mi madre me iba colocando trocitos de la sábana mía para que yo los lavara. Y ella, a la verita mía, llorando. POrque ella entonces estaba ya operada por dos veces, y no me podía ayudar. Una vez que empeoró, yo fui donde una tía mía y le dije, “tita, por favor, ¿por qué no se viene alguno conmigo? Por lo menos de noche. ¡Porque a mí me da mucho miedo quedarme sola con mi madre, no le vaya a pasar algo!”. Entonces mi tía Ana mandaba por la noche a mi primo Pepe. Mi madre le decía a mi primo, “mira, cuando tú te vayas por la mañana, tú me llamas, hijo mío. Si no te contesto, no te vayas. Porque si no, tu prima se va a asustar”. Todas las mañanas mi primo la llamaba y ya se iba tranquilo. Recuerdo una vez, cuando ya estaba muy mala y se le habían quitado las ganas de comer, que se le antojó un trocito de sandía. Teníamos una vecina, Encarnación Rondón , que era muy buena con nosotros, como si fuera mi segunda madre. Ella mandó a su hijo Paco en el caballo a Benalup (un pueblo cercano) a por una sandía. Cuando la trajo, mi madre cogió un trocito y apenas lo probó. Pero Encarnación decía, “aunque sea poquito, ¡pero ella lo ha probado!”. Hasta
que mi madre murió, que tenía yo once añitos. Mi madre dejó encargada a mi tía Carmen, la hermana de mi padre, de que nunca me abandonara. Cuando murió, mi tía fue a ayudar para limpiar y quemar cosas, que es lo que se hacía antes cuando moría alguien. Mi tía le dijo a mi padre, “Pepe, yo me voy a llevar la niña a Las Lomas y todos los días te mando la comida con Pedro; y todas las semanas venimos nosotros para que tú la veas o vienes tú allí. Yo te limpio la casa y me llevo la ropa que tengas sucia”. Porque mi tío Pedro estaba en la estradilla, que son tractores que estaban arando. Todos los días iba de Las Lomas a Churriana para arar. Yo estaba afuera jugando o haciendo algo. Desde chiquitita estaba muy acostumbrada a trabajar, por desgracia. Estaba escuchando la conversación y corrí para dentro: “Tita, ¿tú qué estás diciendo? ¿Qué yo me voy a ir contigo y voy a abandonar a mi padre? Yo me iré contigo una semanita o dos, pero con quien tengo que estar es con mi padre. ¡A mi padre lo quiero yo mucho! Mi tía y mi padre se hartaron de llorar. Mi tía decía a mi padre, “Pepe, otra niña con diez u once años, lo que estaba es loca de contenta por irse conmigo”. A mi padre, jamás en la vida le abandoné. Cuando me casé, es cuando me vine a Facinas, y me costó mucho que se quedara en Tahivilla. Estuve en casa de mi tía unos diítas y me volví con mi padre. Yo le hacía todo, la comida y la casa. Luego estuve con mi tía veinticuatro días para prepararme la comunión. Llevaba una medalla muy grandota y un vestido negro. Porque mi abuela tenía mentalidad de persona antigua y no se le metía en la cabeza otra cosa que vestirme de negro. La maestra que teníamos era de Ceuta. Me quería mucho. Le decía a mi tía Carmen, “¡qué lástima que esa niña no estuviera aquí! ¡Con lo que sabe esta niña y lo que le gustan estas cosas, y que tenga que estar en el campo! ¡Con veinticuatro días que lleva y ya está preparada de rezos”. Había niños que llevaban tres años preparándose y no la pudieron hacer. Todos mis tíos hermanos de mi padre y mi abuelo se criaron en la Rehuelga, con los Mora- Figueroa. Los marqueses querían mucho a mi gente. La señorita de Mora Figueroa, doña Carmen, me hizo un regalo igual que los demás. Me hizo el cuadro con el Corazón de Jesús y los niños comulgando, el rosario, el librito de la comunión. Me regaló los zapatos... Muchas cosas. Lo pasé estupendamente. Mi tía, la pobre, hacía las veces de madre. Lloraba muchísimo. Ella estaba recién casada, y estaba esperando a mi prima Pepa. Tuvo dos hijas, y siempre decía que yo era su hija la mayor. Fue muy buena conmigo. De Churriana pasamos a Los tejones, con mi abuela Pepa. Mi padre estaba de ganadero en esa finca de los Núñez. Me pedían hacer los mandados con la burra a Benalup, que estaba a media hora de camino. Mi padre decía, “mírala, Pepa, no pone aprecio. ¡Ésta no va a traer nada! ¿Para qué va, si no va a traer nada?”. Yo callada. Y cuando me venía, traía los mandados para los que vivíamos allí: la mujer del herrero, para el carbonero, para el guarda montaraz y para nosotros. Todo lo traía. Tenía yo once o doce años. ¡Y ahora, de todos los mandados me traigo uno! Entonces había que fregar el suelo hincada de rodillas. Friega que te friega. Había que jofifar todos los días. Ahora se dice fregar suelos, antes se decía jofifar. Ahora es con la fregona, pero antes era un saco de churra. Lo cortabas de modo que pudieras manejarlo y lo dabas con agua. Porque entonces, ni polvos, ni lejía ni nada de eso había. La lejía se hacía con ceniza: se hervía y luego se pasaba por un paño de loneta. Todos los días teníamos que jofifar. Antes las calles eran diferentes. ¡Y el fango...! Y los suelos eran losa de piedra, no las losetas de hoy. Los suelos de ladrillo había que darles con cepillo y arena. Y con palmito. El palmito es donde están las palmeras. Íbamos a cogerlo de Saladaviciosa para arriba, por Los Quitones, el día de San Sebastián, que era cuando estaba bueno para cogerlo. San Sebastián es el veinte de enero. “San Sebastián, el primero” (¿de los santos?). El refrán dice, “San Sebastián, saca las niñas a pasear; y después las mea”. Porque después llueve. El palmito se abría. Las hojitas tiernas y la cabeza nos la comíamos. Y ya quedaba lo basto, de color marrón, que se usaba para fregar. Como pasa con la piña, que se le quitan los piñones y la piña queda. La palmicha del palmito, que es coloradita y redondita, también la comíamos. ¡Está más buena...! Yo no me ponía ni rodilleras ni nada. Y tenía las rodillas que daba gusto, ni coloradas. Hoy, lavadora, fregona, fregadero... Entonces, los tiestos de la comida había que fregarlos encima de la mesa, con dos barreños. Lebrillos, que eran entonces. Uno para lavar, otro para aclarar, y otro para poner la loza. Una o dos veces en semana teníamos que ir a la reguera que está en la sierra, a lavar. Al nacimiento del agua. Preparábamos la burra. Cogíamos los serones con los sacos de ropa y echábamos el día allí. Lava que lava dos sacos de ropa: una de blanca y otra de oscuro. Entonces había menos ropa que ahora. Íbamos juntando la ropa y cada semana o diez días subíamos. Llevábamos un kilo de pan tierno, queso y una tortilla de patatas. Lavábamos hincadas de rodillas, en un charco en el suelo. Las piedras que eran buenas para restregar hacían de lavadero. Y pastillas de jabón. Cuando
íbamos a lavar al Acíscar, un día la burra hace,
“hup, hup”, y reventó el animalito. Había comido
una hierba que dicen triguera y reventó. Nosotras ahí llorando.
“¡Socorro...!” Ese día ni lavamos ni nada. Mi
tío Antonio cogió la yegua y fue a por nosotras arriba. De Los
Tejones pasamos a Tahivilla. Allí estuvimos lo menos veinte años.
Trabajaba en casa. Le hacía la comida a mi padre. Le hacía
unos fideitos gordos con tomate o un arroz; le hacía habichuelas
y potaje de garbanzos. Muchas noches le decía a mi padre, ¿qué vamos a comer? Un huevo frito y leche desmigá. Y había noches que comíamos pan con higos chumbos. Porque no había otra cosa. Pero yo, hambre, nunca pasé. Estas
son algunas recetas: Habichuelas
y potaje de garbanzos Sopa
de tomate Sopa
de ajo
¡Y tantísimos animales como criaba! En Tahivilla crié doscientos pavos. Y un montón de cochinas migajeras. Hasta una borrega crié. Se le murió la madre y Marcos Núñez le dijo a mi padre: “dásela a María, para que la críe ella”. Entonces, cuando venían las ovejas de por ahí y tenían mellizos, los regalaban. Los piareros quitaban de enmedio los demás, para que el que quedaba saliera bueno. Y cochinos. Si parían muchos, la madre no tiene las tetas suficientes, y algunos sobran. Podían parir hasta diecisiete cochinos. Algunos, acabados de nacer, vienen con unos dientes muy largos, y no pueden comer. Los dientudos, se les llamaba. Y les tenían que cortar los colmillos. Ahí
estaba, luchando por ayudar a mi padre, que ganaba muy poco. Yo me quería
comprar mis cosas y no podía. Porque era una muchacha que me gustaba
ir como las demás. Mi padre no quería que yo me fuera por
ahí a trabajar. Ya don Marcos Núñez vendió el ganado. Porque el padre murió y repartieron. Nos fuimos de Tahivilla al puente de La Vega. Dejó unas pocas vacas palurdas y el ganado suizo en este sitio, que lo cuidaba mi padre. Ahí estuvimos dos años. Mi padre se partió la pierna allí. El peroné y la tibia (¿cómo?). El señorito se creía que ya mi padre no le iba a servir más. Se creía que no se iba a reponer. Tantísimos años que estuvo con él, y al final no se portó bien. Fueron muy buenos con nosotros, pero al final nos dejaron fuera. El señorito le buscó una colocación con un primo suyo, don José Allime, que tiene en La Peña un camping. Hasta que estuviera bien, lo colocó a mi padre en el economato, despachando. Ahí estaba muy bien. Yo me fui a trabajar con Pilar Cervera, la mujer. Nos fuimos a Sevilla con sus cinco niños. Ella era muy buena conmigo. Yo estaba para todo: para llevar los niño sal colegio, para arreglarlos, para llevarlos de paseo, para hacer la casa para lavar, para planchar. Todo, todo, todo. Hacía a la señorita de compañía y lo hacía todo. ¡Yo lloraba todos los días por mi padre! Porque yo no me había despegado nunca de mi padre. La señorita me decía, “Mari, tienes aquí el teléfono a tu disposición. Tú coges el teléfono, cinco veces, seis veces al día, y hablas con tu padre. Tu padre está muy bien”. La noche
de nochebuena la señora se puso de parto. Estaba esperando una
niña. “¡Dios mío! ¿Qué hago yo
ahora?”. De repente llamaron a la puerta y era don José.
Se había acostado y tenía una cosa que no podía dormir.
“Parece que Dios me estaba diciendo que me viniera”. Él
se la llevó al hospital y yo me quedé esa noche con los
cinco niños. ¡Qué nochebuena más mala pasé! No me pagaban nada. Como siempre. Ya hoy es diferente, pero entonces... Me tenían por poco menos que nada. Y yo, con tal de que mi padre estuviera bien, no protestaba. Si mi padre ganaba un buen sueldo, entre eso y lo de la pierna íbamos tirando. Porque mi padre estaba cobrando por tener la pierna mal. Y se lo dijo al señor, “sepa usted que yo estoy cobrando por la pierna; no vaya usted después a decir que no sabía. Porque si no, no me voy con usted”. “¡Qué va, qué disparate!”. Y le dijo que yo iba ganando menos porque le iba a dar a él. Así estuve dos años. Hasta que las cosas se trambucaron. ¡Es que a mi padre no le pagaron nada! Le regalaba una chaqueta que le quedaba chica y cosas así. Él se creía que con eso mi padre iba a conformar. No le pagaron nunca. Cuando vio eso, mi padre buscó trabajo en Tahivilla y se fue del camping. Mi padre me escribió una carta certificada, diciéndome lo que había. Yo le dije a la señora, “mire lo que le pasa a mi padre, lea usted esta carta. ¿Don José no le ha dicho a usted nada de esto?”. Ella dijo que no. ¿No se lo iba a decir? ¡Sí se lo diría! “Señora, eso no se hace. Yo llego a saber que a mi padre le iba a pasar eso y no me vengo con usted. Con lo que yo trabajo aquí y lo poco que usted me da. Yo me voy con mi padre, yo no lo abandono”. “¡Ay, no!”. “Mire usted, yo lo que puedo hacer es hablar con mi padre y la espero a usted una semanita o dos hasta que encuentre muchacha”. Lo puso en los periódicos. Venían muchísimas. Yo les enseñaba para aquí y para allá. Cuando veían el plan, decían, “¿Esto tú sola? ¡Yo no!”. No encontró a nadie. Cuando me vine, estaban todos los niños para comer. ¡Qué lástima! ¡Cómo lloraban los críos! No comieron. Me querían mucho los angelitos. Después no supe más nada de ellos. No he ido más allí. Cuando me iba a casar, que estaba comprando cosas donde Trujillo, me encontré con la señora. ¡Le dio una alegría de verme!
Cuando empecé a hablar a mi novio tenía veintisiete años. Me casé con treinta y dos.
Cuando yo vivía en Tahivilla, había un hombre que le llamaban Tivilla, que tocaba muy bien la guitarra y le llamaban para todas las fiestas de chacarrá. Ese hombre era muy poeta. Yo iba un día buscando los pavos. Preguntando, “¿No han visto ustedes los pavos, que se me han perdido?”. Se para él y me dice: Venimos
del Suspiro Otro día veníamos de coger caracoles. Se para con nosotros y me dice: Te voy
a decir una cosa A mi padre, una noche que estaban los muchachos de serenata y cantaban coplas, le sacaron una copla para que les invitara: Perdone
usted señor Márquez Salió mi padre a la puerta y les invitó. Y a mi tía Isabel le sacó una copla al albañil que esperaba que le arreglara la casa. Tita,
y de Felipe Esta otra la saqué yo a dos niños de Facinas que se mataron. Se iban a ir en el coche de correo para sacar el carné en Cádiz. Pero se les metió en la cabeza que un muchacho de Puertollano los llevara en su coche, y fueron a Los Barrios a buscarle. “¡Si tengo que trabajar mañana!”. “¡Tú nos llevas a todos!”. En un cruce de Vejer, un camionero se atravesó en la niebla y el muchacho no lo vio. Se mataron dos y dos se salvaron. De esto hará seis años o siete. En el
pueblo de Facinas Y esta, a un niño que le dio una punzada en la cabeza, un dolor de cabeza. Y llegando al hospital, en el camino se quedó. Cuarenta y cinco años tendría ahora. Mañana
seis de diciembre,
Esta
mañana temprano Por
ser la primera postal
Eres
de cara bonita En Facinas
compré un huevo Facinas,
corral de cabras Facinas,
corral de cabras A Facinas
llegué tarde Cuando mi padre cayó enfermo Mi padre estaba en Tahivilla, trabajando en la gasolinera. Una noche se puso chorreando, y la ropa se le secó en el cuerpo. Cogió una pulmonía muy mala. A consecuencia de eso ya empezó su enfermedad de cáncer. Yo me lo traje conmigo. Estuve yendo en la ambulancia con él mes y medio a Cádiz, para darle corrientes. Yo estaba embarazada de mi niña. Estuvo tres meses más ingresado en el hospital de San Rafael. Y después me lo traje a Facinas y lo tuve tres meses, hasta que murió. Una enfermedad muy traicionera. Mi tía (Pancracia) murió doce días antes. Él murió y no supo que la hermana se había muerto. Porque, como estaba tan malito, cuando iban mis tíos a verlo yo les decía: “El luto, fuera. Si te pregunta por ella, dile que está mejor”. ¿Para qué íbamos a decirle? A los dos años de mi padre faltar, un día estaba dando de comer a mi niña. Me acuerdo que era puré de patatas con carne de ternera. Y a la primera cucharadita la niña se me quedó asfixiada. Corrí a avisar a la doctora Mayoral, que después de reconocerla me dijo que corriendo para Algeciras. En Algeciras la tuvieron dos días observándola y la mandaron para Cádiz. Allí estuvo mes y medio en observación. Decían los médicos que era un “cuerpo extraño”. Luego la pasaron al quirófano para quitarle el cuerpo extraño. La niña entró a las nueve de la mañana y salió a las nueve de la noche. Vino un médico y nos dijo que tuviéramos confianza en el señor, porque le habían metido una goma, con la mala suerte de que se les escapó y le había abierto el pulmón. Estuvo en la UVI cuatro días. Mi marido y yo en la sala de espera, a ver qué nos decían. Cuando hizo el quinto día nos dijeron por el altavoz, “la madre de Pastorita, que pase, por favor”. Y el médico me dijo, “si tienes valor, prométeme que vas a ser fuerte y no vas a llorar”. Cuando vi a mi niña cómo estaba, se me partía el corazón. En planta estuve dos meses con ella. Me dijo el médico, “María, te voy a decir una cosa, de todas las enfermeras que hay aquí para tu niña, la más importante eres tú. María, la menor cosa rara que tú veas a tu niña, tocas la alarma. Porque aunque tú la veas en planta, todavía no está fuera de peligro”. Como le tuvieron que hacer una traqueotomía, un día empezó a llorar y se le presentó una hemorragia. Yo toqué la alarma. Subieron todos los médicos y me echaron para afuera. Estuvieron dos o tres horas con ella y cuando salieron me dijeron, “ahora es cuando tú tienes hija, antes no”. Otras cosillas: Para
la diarrea, preparo una horchata de arroz: Se pone a hervir un litro de agua con un puñado de arroz. Cuando está bien hervido se pasa por un colador. El agua se echa en un bote y se toma varias veces al día. Como no aguanta mucho, hay que tomarlo en el día y el día siguiente se hace otra nueva.
Una señora tenía un lorito. Lo tenía en la cocina.
Y a la cocinera, para que no le quitara las mejores tajadas, la tenía
observando. Un día la muchacha tenía el puchero hirviendo
y cogió un hígado del pollo y se lo comió. El lorito
le dice: “¡Cuando venga la señorita se lo digo! ¡Se
lo digo!”. Y le dice ella: “¡Hoy no te escapas!”. |