Luz Jiménez
Mi padre se casó, como decían antiguamente, con un trapo atrás y otro alante. Porque, como le hizo la barriguita a mi madre... Era un crío. Él tenía 20 años. Entonces, para casar a los niños, bastaban una banqueta, una silla y una mesa. Y se fue a Saladaviciosa, una choza que era, con el techo de castañuela. Y allí, poquito a poco, fue haciendo el cortijo, que es tan hermoso. Un hermano de mi padre que se llamaba Juan, que era de los mayores, marchó a Marruecos con unos pocos de hijos que tenía. Como entonces estaba aquí la vida tan mala, el que tenía ánimo se iba a buscar la vida. Eso fue mucho antes de la guerra. Y no volvió nunca más. Ahí están los hijos y los nietos. El primer hijo de mi padre, Antonio, nacería arriba en Las Cabrerizas, donde estaban mis abuelos. Ese primero lo recogió mi abuelo por parte de mi padre, que paraba en Las Piñas (más allá de Saladaviciosa). Y en el mismo
cortijo de Saladaviciosa donde vivían mis padres fue el parto de
mi madre. Mi padre nunca se casó de nuevo. Nunca recogió
a otra mujer. Éramos siete varones y cuatro hembras. Dos murieron chiquititos. Así que son trece, y un aborto que tuvo. Mi madre era Catalina, y tengo cinco o seis sobrinas Catalina. Entonces se ponían todas por la abuela. Ella murió al nacer yo, de una hemorragia. Me quedé yo, con dos o tres horas de vida. En aquellas fechas había una mujer por los campos que recogía a los críos, Pepa Martínez. La llamaron, y Pepa la taponó un poco con toallas. A las dos o tres horas allí se quedó, dando saltos y chillidos, latigando el corazón hasta quedarse lista. Mi hermano José, que ya no existe, lo mandaron a por el médico en un caballo a Facinas. El médico estaba en la feria de Tarifa: fue el doce de septiembre. Cuando mi hermano iba de vuelta sin el médico, iban saliendo del cortijo a decirle que ya, ¿para qué? Que no mandara a por el médico, que ya estaba lista. Se quedó sin una gota de sangre. Cuando mi hermana a la que sigo nació, estuvo con unos dolores de cabeza que se volvía loca. ¡La pobrecita...! Un niño detrás de otro. En un momento los tenía. Y después les daba la teta. A lo mejor estaba de dos meses, y el niño chupándole. Estaba astutaná (¿exhausta?). Mi padre la llevó al médico y le contó la papeleta. Y le dijo, “esta mujer, se tiene que quedar, siquiera dos o tras años, sin traer más niños. Para que meta sangre. Porque el suero de la sangre se lo están llevando todo los hijos”. Y a los catorce meses estaba yo en el mundo. ¿Qué esperaba? Quedarse la sangre lavadita, lavadita. Mi hermana cumplió el año el día de San Pedro y yo nací en septiembre. Mi madre se debió de casar con 19 años y se murió con 36. Catorce embarazos en diecisiete años. Demasiado. Mi abuela por parte de mi padre tuvo catorce, pero los iba teniendo más retenidos. La naturaleza era más fuerte. Era más dura ella, y tenía tiempo de reponerse. ¡Pero con tanta briega! Cuanto más niños, menos descansa esa persona. Porque no puede dormir ni descansar lo suyo. Yo tengo un mantón de Manila de mi madre sin estrenar, con los flecos muy grandes, que no está bordado. Después de faltar mi padre, que recogimos la casa, yo guardé el mantón. Y uno de los anillos que llevo fue de mi madre también. Una tía que estaba casada con un hermano de mi padre, que era de Las Piñas, por lástima me recogió a mí. Ella tenía ya cuatro o cinco. Tenía el más chico con nueve meses y le estaba dando la teta. Ella tenía mucho pecho. Me recogió y, cuando el suyo cumplió el año, le quitó la teta y siguió sólo conmigo. Ya al año me llamaron mi gente para la casa, para que no fuera yo a tomarles más cariño a ellos. Parece que estoy viendo a mi tía: “qué lástima mi niña, que le movía la cunita para que no cogiera frío. Porque como era invierno...”. Me tenían más emoción que a los suyos, por la lástima de haberme criado sin madre. Me acuerdo que, de la emoción cuando les veía a ellos, lloraba. Ellos no dejaron de venir a verme al cortijo. En el cortijo había mucha briega Yo tenía dos hermanas mayores. Mi hermana mayor tenía catorce años. Entonces, una niña con catorce años era una mujer. No como ahora, que una niña con catorce años está en la escuela y listo. Entre ella y la otra había dos varones. La otra tenía once años. Entre las dos hacían los trabajos: amasar, ir por agua a los chorros que nacen arriba de Saladaviciosa. Se ponían los jatos, el aparejo, al burro o al caballo y los cántaros o aguaderas y allí iba Currita, una niña con once años, y chiquitita que era. Nosotras, como éramos chicas, a jugar. Entonces había que fregar el suelo hincada de rodillas. Friega que te friega. Había que jofifar todos los días. Ahora se dice fregar suelos, antes se decía jofifar. Ahora es con la fregona, pero antes era un saco de churra. Lo cortabas de modo que pudieras manejarlo y lo dabas con agua. Porque entonces, ni polvos, ni lejía ni nada de eso había. La lejía se hacía con ceniza: se hervía y luego se pasaba por un paño de loneta. Todos los días teníamos que jofifar. Antes las calles eran diferentes. ¡Y el fango...! Y los suelos eran losa de piedra, no las losetas de hoy. Los suelos de ladrillo había que darles con cepillo y arena. Y con palmito. El palmito es donde están las palmeras. Íbamos a cogerlo de Saladaviciosa para arriba, por Los Quitones, el día de San Sebastián, que era cuando estaba bueno para cogerlo. San Sebastián es el veinte de enero. “San Sebastián, el primero” (¿de los santos?). El refrán dice, “San Sebastián, saca las niñas a pasear; y después las meas”. Porque después llueve. Me acuerdo una vez que fui, que era jovencilla todavía, ¡nos mojamos y nos pusimos de agua...! El palmito se abría. Las hojitas tiernas y la cabeza nos la comíamos. Y ya quedaba lo basto, de color marrón, que se usaba para fregar. Como pasa con la piña, que se le quitan los piñones y la piña queda. La palmicha del palmito, que es coloradita y redondita, también la comíamos. ¡Está más buena...! Hoy, lavadora, fregona, fregadero... Entonces, los tiestos de la comida había que fregarlos encima de la mesa, con dos barreños. Lebrillos, que eran entonces. Uno para lavar, otro para aclarar, y otro para poner la loza. Una o dos veces en semana teníamos que ir a la reguera que está en la sierra, a lavar. Al nacimiento del agua. Preparábamos la burra. Cogíamos los serones con los sacos de ropa y echábamos el día allí. Lava que lava dos sacos de ropa: una de blanca y otra de oscuro. Entonces había menos ropa que ahora. Íbamos juntando la ropa y cada semana o diez días subíamos. Llevábamos un kilo de pan tierno, queso y una tortilla de patatas. Nos poníamos mano a mano, a ver cuál comía más aquel día. Lavábamos hincadas de rodillas, en un charco en el suelo. Las piedras que eran buenas para restregar hacían de lavadero. Y pastillas de jabón. Al pie de la sierra teníamos un charco que todavía existe. Ocho lavaderos tenía. Ocho nos podíamos poner a la vez. Venía la gente de Tahivilla, cargados con los burros y el serón, cada diez o doce días. Porque allí no tenían fuente. El día que iba la gente de Tahivilla a lavar no podíamos hacer nada. Una vecina que había allí soltera, Chana Delgado, subía a echar una mano. Porque allí había mucha briega. El amasijo, los animales... Y mi padre también tenía tienda de comestibles. Vendía grano para las gallinas y también tenía telas. Iba a Algeciras y traía los fardos de tela que se vendían antiguamente. Entonces eran vareados: no un metro, sino una vara. Mi hermana Catalina, la mayor, le hacía ropitas a mis hermanos. Lo hacía con una máquina que después la heredé yo. Mis hermanos iban con los animales. Venían por la noche destrozados, porque las tierras no eran como ahora. Mi hermana, en el rato que tenía por la noche, cogía la máquina, ponía el cacho de tela y les hacía el trozo de pantalones. O una enseñaera de lona, como se ponía entonces, para que no se rompieran. Ella tenía el esmero de que cuando salieran los niños por la mañana, en Algeciras no dijeran que iban hechos unos mamarrachos. “Mira qué lástima. ¡Como no tiene madre...!”. Para la feria de Facinas veníamos todos. Parecíamos potrillos, entre ella y mi padre. El traje de la comunión me lo hizo mi hermana también. A mí me gustaba mucho coser y echar remiendos. De una prenda se cortaban trozos y se ponían. ¡Hay que ver las esquinas lo bien que me salían!
Y así fuimos saliendo todos para alante. El cortijo era tan grande, que teníamos animales de todas clases. Y como éramos tantos, cada uno tenía una cosa: Nicolás era cabrero, Curro era vaquero, Manolo era vaquero... Como teníamos cabras, yo me hacía unos buenos platos de leche de cabra desmigá (con miga de pan duro). Leche desmigaíta, esponjadita y calentita. A mí me encantaba. Y me ponía estreñida. Para el café es buenísima, y para hacer el arroz con leche. Las vacas no se ordeñaban, eran palurdas; estaban con los becerros. La leche había que cocerla. Si quedaba para el otro día, había que hervirla por la noche, porque si no amanecía agria. En el verano, con la calor, había que gastar la comida en el día. Si sobraba un poquito de puchero, que no sobraba, todo caía, había que hervirlo por la noche. Siempre se mataba más de un cerdo. Cuando ya iba llegando el tiempo en que estábamos repletos de morcilla y se ponían duras y mohosas, antes que echarlas a perder se metían en aceite, como se meten los quesos. En el verano, si se quería sacar una, se limpiaba muy bien. Por la tripa no se filtraba el aceite. Otras veces se metía en sal, igual que los huesos. La morcilla se mantiene muy bien y la sal tampoco se filtraba por la tripa. Se hacía lomo en manteca y zurrapita. Esta es la receta: Lomo en manteca y zurrapa Se compran pellas de tocino (pringue). Se pone en un perol. Les echas
unos ajitos enteros, un poco de orégano, sal y agua. Y se va calentando
hasta que se derrite la manteca. Teníamos higos chumbos de los colorados. Y colmenas. Los panales, mi hermana los desmigaba y los colocaba en unos lebrillos de barro para exprimir la miel. Los trozos de panal se cocían en agua, y con ese agua hacíamos melojas, añadiendo miel. Hacíamos bollitos, tortas y pestiños. Mi padre tenía un cuartito que era la despensa, para meter la orza de la manteca y la miel cuando castraban. Un día dejaron los lebrillos allí, se coló un ratoncito y apareció ahogado en la miel. Cuando mi hermana lo vio, gritaba, “¡Ay, la niña, Lucita, que no se entere que hay un ratoncito!”. La niña era yo. Melojas Se hacen tajadas pequeñas de cidra, de calabaza, de batata, calabacín, boniato... Cada una le echa lo que quiere. Se echan en cal viva. Cuando estaban duras, duras, se lavan y se cuecen con agua y mucha miel. Hasta que se queda bien cocidito en la salsita de la miel. Bollitos de limón Harina, huevos (siete huevos por unos tres kilos de harina) agua, raspadura
de un limón, aceite frito con un poquito de canela, cortecita de
limón y matalaúga. Se hace como un bizcocho, pero para bollos. ¡Y el
huerto que teníamos! Las granadas, las brevas, los membrillos,
las batatas. Era un huerto grande y con un arroyo que va por enmedio.
En mi casa, gracias a Dios, de todo había bastante. En verano,
con la fresquita, antes de que el sol empezara a calentarles, íbamos
una de nosotras a coger el cubo de higos chumbos. Antes de comer se tomaba
un higuito fresquito de la mañana. La vida de antes no era como la de ahora. Y nosotros, gracias a Dios, estábamos en buena posición. Porque no tuvimos que irle a trabajar a nadie ni pasamos calamidad. Mi padre, cuando estaba en la montanera, para llevar los cochinos a la bellota a los montes de Puertollano, se levantaba a las cuatro o cinco de la mañana y venía en el caballo por todos esos montes a pesar los cochinos. Después, por finales de noviembre, salían ya de la montanera. Mi padre, de sentido, tenía mucho. Mi sobrino Paco y mi hijo Javier son muy listos de sentido: salieron a mi padre. Javier estuvo muy poquito tiempo en la escuela, y antes de salir de la escuela ya se ponía a desarmar una motillo y a arreglarla. Mi padre siempre estaba haciendo números. Siempre estaba apuntando en la libreta: fulanito, fulanito... Antiguamente, ¿qué estudios tenían? ¡Ni iban a la escuela siquiera! A lo mejor venía un maestro de vez en cuando a la casa, a darle una lección. Iban los maestros por los cortijos a darles lección a los chiquillos. Pero eso, ¿qué escuela es? El que es un poquito listo aprende algo, ¡pero el que sea un torpo no aprende nada! Yo me acuerdo
de un maestro que venía: Sebastián Muñoz, el padre
de Magdalena. Pero ya éramos todos mayores. Todos los días
no iba, porque el hombre iba a otros sitios. Yo me acuerdo cuando iban los Guardias Civiles en los caballos a los cortijos. Iban pasando por la tarde, haciendo su servicio. Nosotros veíamos por la pared de la roza que asomaba por la vereda el Guardia Civil con el tricornio, y nos metíamos a la cama, asustaditos perdidos. “¡Que viene el guardia!”. Yo era muy asustona. Esto era antes de la guerra. Yo tenía nueve años cuando la guerra. Apenas me acuerdo. Recuerdo cuando decían que iban a venir aquí los moros, que la gente se fueron para el cerro de La Motilla huyendo. Nosotros estábamos allí en el cortijo acogiditos con mi padre. Mi padre no quiso dejar el cortijo. Entonces no había aparatos de radio pero mi padre, como era verano, venía algunas veces con mi hermano, por las tardes a la entrada de Facinas, al bar de Gil, que tenía un aparato, a escuchar las noticias. A ver cómo iba la guerra. Algunas veces a mi hermano el más pequeño, asustadillo, chiquitillo como era, le decían los que estaban en el bar, “¡poned la mano en lo alto, que van a salir esa gente que está ahí hablando!”. Por reírse con los chiquillos. Tres o cuatro hermanos míos estuvieron en la guerra. Estuvo José, estuvo Antonio, estuvo Curro, que perdió el dedo de una mano, y Nicolas. A Nicolas, con diecisiete años se lo llevaron a la guerra. Era un crío. Estaba en Saladaviciosa guardando las vacas, que no veía nada más que el monte. Muy temeroso que era él, muy humilde y muy calladito. Una vez que vino, que le dieron un dos o tres días de permiso por las Pascuas, ¡una piojera que traía...! Y mi hermana, para lavarle y secarle la ropa en aquellas fechas, esa ropa gorda de la mili, no veas lo que pasó. Y al principio pasó el sarampión. Estuvo muy malo en Cádiz. ¡Pasó
más miedo en le guerra...! Tenía las piernas salpicadas
de metralla. Y cuando terminó la guerra, a los tres años
lo hacen soldado otra vez. Le tocó ir a hacer su mili a Sevilla,
en caballería. Mi padre compró la casa en Facinas (donde vive mi hermano Antonio, que se la compró a mi padre), para que las niñas fueran a la escuela. Diez añitos tendría yo. Seguíamos con el cortijo, pero ya nosotros estábamos parando en Facinas. Mi padre iba y venía todos los días, pero él y mis hermanos seguían trabajando en Saladaviciosa. Unos dormían allí y otros aquí. Entonces empezamos yo y mi hermana, la que tenía catorce meses más que yo, a ir a la escuela. Mis hermanos no podían ir, porque estaban en el campo con los animales. Ellos aprendieron un poquito con el maestro Sebastián Muñoz. En la escuela no aprendíamos mucho. Al llegar la fiesta de Las Pascuas la maestra compraba tagarninas y nos ponía a las niñas, antes de terminar el colegio a dejarlas limpias. Ella se iba para casa con las tagarninas picaditas. Yo recuerdo cositas como los números de las tablas. Me quedan todavía en la memoria esas cosas de antiguamente. Y, sin embargo, de un momento a otro se me borran. Ya con doce o trece añillos tuve que salir, porque hacíamos falta en la casa. Éramos muchos y siempre había cosas que hacer. La harina había que cernirla: como éramos las dos más chicas, un día le tocaba a Anita y otro día me tocaba a mí. Después mis hermanas se liaban a amasar. Una casa así da mucha briega. Cuando hice la comunión tenía yo doce años. El poquito que estuvimos en la escuela nos arreglaron para que hiciéramos la primera comunión. Me prepararon para el mes de noviembre. No es como ahora, que buscan el mes de mayo. Yo recuerdo que tenía mucho cuerpo, y mi hermana Gloria me hizo el traje de organdí blanco y largo. En verano, para ir a misa no podíamos ir con manga corta. Entonces tenía unos manguillos de seda. Y el velo. Que había que entrar en misa con la cara tapada. Te ponías el velo al entrar por la puerta de la iglesia.
Ya mi hermano Juan y Nicolás (que ya han faltado los dos), que entonces eran dos muchachillos, se pusieron en la tienda. Mi padre iba y venía, pero dormía en el cortijo. Entonces llegó Chanita. Ella se había quedado viuda, y se le murió un niño que tenía. Mi padre la llevó allí de casera. Porque ya nosotros nos fuimos casando. Chanita era muy graciosa. Siempre estaba allí con él. Y él se ponía a quejarse: “¡Ay, yo no puedo ponerme los zapatos! Chana, pónmelos”. Y ahí estaba Chanita. Por la mañana, a las doce o por ahí, lo llamaba a mi padre, “¡Cu, cu, Curro! ¡Cu, cu, Curro! ¿Dónde estás? ¡Ven, ven! Que te voy a echar un poquito de café”. Él estaba en el huerto para allá y para acá, con le edad que tenía. Estuvo bien hasta última hora. Mi padre llevaba ya años diciendo que le dolía el vientre bajo. Ya dejó de venir a Facinas en el caballo, porque le costaba, por el movimiento. Algún tumorcito se le fue criando en el vientre. Una vez, lo llevaron mi gente hasta Cádiz, a don Antonio Arnaíz, un médico muy bueno. Y no le dio importancia. Hasta que la tarde del doce de agosto, recuerdo que era víspera de la feria de Facinas, se puso malo. Estaba poniendo unas coles en el huerto cuando le entró un dolor muy fuerte en el vientre y calentura. Vino corriendo mi hermano Juan (que estaba allí en la era con mi padre) a por el médico. Juan se creía que, como había comido sandía aquel día en el almuerzo, le había hecho daño. Cuando el médico vio la fiebre tan grande que tenía y el vientre cómo se le puso, dijo, “no moverlo de aquí, que no hay nada que hacer”. Don Juan Pérez se llamaba el médico que estaba aquí en Facinas. Cada vez peor. Duró una semana malo. A los tres días Vicente Ruiz, el marido de Antoñita Notario, le mandó un gotero de suero. Y se reanimó mucho. Pero a otros tres días el gotero no le importó. Era verano. Yo me fui aquella noche a dormir allí. Cuando llegué estaban Chanita y mi hermana Catalina cambiándolo de ropa, porque estaba sudando. Lo acostaron y empezó a echar un líquido amarillo por la boca. Porque como tenía todos los conductos cerrados, por abajo no echaba nada. Y así le vino el día. Por la mañana amaneció de cintura para abajo frío, frío. El 18 de agosto murió, con setenta y nueve. En el cortijo murió también mi hermana Ana, con 32 años. Cuando mi padre faltó, el cortijo de desarmó. Se ha quedado un hermano mío en el cortijo y lo está dejando caer. ¡Qué lástima de cortijo! Lo que tiene un poquillo en pie es donde están los animales. Tiene cabras y tiene cochinos. Chanita se vino a vivir a Facinas. Después se fue a Cádiz, a trabajar con don Francisco el maestro. Ya cuando no podía estar con él le dio una casita el Ayuntamiento. Allí no faltó ella, porque la llevamos a Algeciras, a la residencia. Murió con noventa y tantos años. Esas cosas están grabadas ahí en la mente. Se lo queda una... Los años que hace que murió, y no hace pocos días que he soñado yo con ella. Soñé que yo iba para arriba con mi hija Pepa y en medio de la calle me acuerdo: “¡Ay Chanita, hace mucho que no voy a verla!”. Y me seguí ligera para su casa. Llegué y le habían dado dos habitaciones grandísimas. Con muchos cacharritos y muchas cosas por medio. Ella loquita de contenta. Cuando yo entré, me dijo, “¡Mira, Luz, mira!”. Y en esto me espabilo. Echándome
a dormir, sueño casi todos los días. Del trapicheo de aquellas
fechas. Cuando no son las casas de Facinas de los años que estuve
hasta que me casé, es el cortijo donde me crié. Las cosas
de antiguamente las tiene una más grabadas que las de ahora. Yo de trece y catorce años tenía muchísimos pretendientes. Porque era una mujer hecha y derecha con esa edad. La pechera que tenía, y no era mal parecida. Trujillo el viejo, el padre de Manolo Trujillo, el carnicero, fue mi primer pretendiente. Después Antonio Oliva, Pepe Gil, hijo de Vicente Gil, el que mataron en la guerra... No hace muchos años he roto yo una carta muy linda que conservaba, de una vez que me escribió él. ¡Muchísimos pretendientes tuve! Por las tardes iba yo a casa de mi prima (...), que estaba al lado de la taberna de tío (...). a comprar encajitos, hilos de colores, botones y esas cosas. Y estaba a la puerta del bar esperándome. Cuando yo pasaba salían a verme. Yo daba el capotazo y me metía corriendo. Mi primer novio, Curro, era mi primo. Nos conocíamos desde pequeños. Él era huérfano y le hacía mucha falta casarse y recogerse. Eran dos hermanos más, el mayor, que está en Fuengirola y otro más chico que está en Algeciras. Él era el de en medio. Fue a la mili en Sevilla y le tocó intendencia. La boca del horno a él le caía muy mal. Él cogió pleura y lo dieron por inútil temporal. Pasaron dos o tres años y se puso bien. Teníamos las cosas hechas ya para casarnos. Entonces vinieron los militares a Facinas y lo hicieron soldado otra vez. Volver a servir hasta llegar el tiempo de licenciarlo. Eso le cayó a él como un tiro. Y volvió a caer enfermo. ¡Los colores que tenía con aquellas fiebres tan altas...! Un sargento que estaba a cargo de los militares lo dejó primero unos días en Facinas. Él dormía en casa de mi tía Luz. Viendo que no
se ponía mejor, el sargento lo tuvo que mandar para el hospital
de Sevilla. Viendo que no se ponía bien, los hermanos fueron por
él se lo trajeron para que muriera en Algeciras. Duró en
el hospital cinco días. De abril, que lo hicieron soldado, a septiembre,
cinco meses pasaron. Veinticinco años tenía. Nosotros estábamos en contacto. Él me escribía o hablábamos por teléfono. Como éramos familia... El día que murió, yo no pude verlo. En aquellos tiempos... Era mi novio, y una niña con veinte años no podía ir. Mis hermanos José y Antonio fueron al entierro y yo no pude ir siquiera. Mi tía Luz, en gloria ya, iba a ir conmigo, para que la niña no fuera sola con los hermanos. Yo iba a coger el autobús por la mañana. Pero mi tía había estado toda la noche con el vientre suelto y amaneció mala. Y me dijo, “hija, yo no puedo subir para arriba a coger el autobús a las ocho”. Yo me tuve que venir llorando para la casa. Aquel día me llevé toda la noche llorando sentadita en la cama sin dormir. Mi hermanita, que esté en gloria, ahora ya lo puedo decir, hasta cerró la puerta temprano aquella noche para que no entraran ni los vecinos. Me dijo (...), “hija, yo iba a venir un ratito...”. Porque era mi primo también. Lo enterraron allí en Algeciras. Allí están los restos. Cincuenta y seis años hizo en septiembre. Eso fue para mí lo más grande del mundo, después de criarme sin madre. Cuando yo fui ya mayorcita, viendo que todas con su madre tenían otro plan de vida diferente al que una tenía, fue un palo muy grande. Y ahora, quedarme así... Entonces, el
luto era toda vestida de negro, hasta un pañuelito negro, dos o
tres años. Mi padre estaba en el cortijo, mi hermana estaba aquí. Siempre estábamos de pelea. Con Curro antes de morir se disgustó una vez, no me acuerdo por qué fue siquiera, y él dejó de entrar a casa. Yo tenía que hablar en la puerta con él. Por eso teníamos plan de casarnos pronto y quitarnos de ella, que era un infierno. Hasta seis años después de faltar él, no me casé con este último. Ese muchacho estaba enfrente. Se disgustó con Anita Gómez, hija de Pepe Gómez, de Las Habas, que le hablaba a él, y empezó conmigo. No nos estuvimos hablando ni dos años. Yo tenía ya veintisiete años y él tenía treinta y ocho. Yo tenía el baúl lleno de ropa, que lo había comprado mi primo Curro, y todavía lo conservo. Todavía tengo algunos pañitos de entonces guardados, de lo que hice para casarme con el otro. Entonces ya me vine tranquila sola a la casa con él, que estaba enfrente de la casa de mi padre. Hasta la última noche de soltera, me dio el sofocón mi hermana peleándose conmigo. Me estaba bañando para acostarme aquella noche y llorando como una Magdalena por las tonterías que me decía. ¡Me casé tan delgada...! Lo que pasaba es que mi hermana la mayor no tenía novio. Mi hermana la otra, que ya murió también con treinta y dos años, se había casado ya. Ella lo que tenía era celos de nosotras, que nos habíamos casado. Ella empezó a hablarle a mi primo Juan y al otro año se casó en Abril. Mi padre dice que no era mala, pero ella era la jefa; “la señorita”, como le decía mi hermana Ana. Porque con catorce años, cuando mi madre faltó, se quedó a cargo de nosotras. Como era la mayor... Era una marimandona. Ana, como era
una cabeza ligera, decía, “por un oído me entra y
por otro me sale”. Era muy graciosa. A ella no le echaba cuenta.
Pero yo, eso de llorar, ¡he llorado más...! Yo no sé
cómo tiene una ojos, porque yo todo lo pagaba con llorar. Como
la vida era así... Todas esas escenas las ha pasado una y todas
esas lágrimas ha derramado. Antes no hacía una nada más
que eso. Mi marido era zapatero de siempre. Él aprendió de (...).Las manos llenas de callos, de trabajar los zapatos. Pero ganaba escasamente para comer. Porque, si te entra trabajo de la calle, ganas dinero. Pero si te llevas diez días que no entra nadie, no ganas nada. Antiguamente se hacían los borceguíes, un zapato de material con la suela muy gorda que se ponía con tachuelas, las polainas, que eran como botas pero nada más para las piernas. Calzado para el campo. Luego empezaron las fábricas de zapatos y las botas de goma. En Facinas había cuatro o cinco que tenían zapaterías que trabajaban para la calle, como él, y no había trabajo para todos. Por eso nos fuimos a vivir a Tahivilla. De Tahivilla venían muchos a traerle cosas, porque allí no había nadie. Adolfo Moreno le traía mucho trabajo a Facinas. Mi sobrino Paco le arregló un cuartito a mi marido. El día de Todos los Santos se mudó a trabajar allí, donde estuvo dos o tres años. El primero de Enero nos fuimos mi hijo y yo con él, a vivir a una casa donde (Juan España) nos alquiló dos habitaciones: el cuarto de adentro, con mi cama de matrimonio y al lado el del niño. Mi hijo tenía
siete u ocho añitos y mi hija tenía entonces trece años.
Allí hizo él la comunión, que fue en mayo. Ella estaba
todavía en el colegio, y se quedó en Facinas con mi suegra
y mi sobrina Inés, que tiene una tienda. Porque les hacía
mucha falta, ya que ellas amasaban para vender pan en la tienda. Y como
allí me dieron poca casa y no tenía dos camas para la niña
y el niño... Ella siguió en Facinas hasta que llegó
la hora en que se casó, con diecinueve años. Hace ya treinta
años. Allí estuvimos tres años y medio. Después, el hombre no quería que estuviéramos más allí, y nos mudamos carretera abajo, a una habitación sola con techo de uralita. Él mismo nos trasladó para abajo con el tractor y el remolque. Sería últimos de junio. El primer día de julio amanecimos allí, ¡con un calor...! Aquello era un horno. Ya mi niño recogió palos e hizo como un sombrajo afuera, y nos salíamos allí por las tardes. ¡Pero agárrate cuando llegó enero, que era el tiempo de la escarcha! ¡Las gotas nos caían en la cara! Allí estuvimos metidos diez años y medio. Mi hijo hizo una enredadera con alambres por los alrededores. Y las vacas de Curro Alba pastaban delante nuestro. Hicimos un cierrito delante de mi puerta y los animales, cuando llegaban días de agua, se venían al cierrito a comerse toda la enredadera. Yo me levantaba. Con la luz de los coches, cuando asomaba por la Venta hacia abajo veía las vacas. Y con un palo les daba, porque echaban abajo hasta los alambres. Yo no podía soñar de noche. Tenía gallinas y borregos. Las gallinas tuve que quitarlas, porque él no era malo, pero tenía mucho genio. Que si venían las gallinas, que si las gallinas perdían los huevos... Tenía que estar saltando la cerca con la tuna buscando los huevos de las gallinas. Le tenía que quitar la tuna a las gallinas, le tenía que comprar el grano, cuando no ponían tenía que comprar los huevos... Entonces yo ya cosía para la calle, porque tenía que ayudar con algo. Todo el día corre, corre, corre, para sentarme a coser. Arreglos y ropa nueva. Lo que no he hecho es chaquetas y trajes de luz. Pero vestidos, blusas y faldas he hecho muchísimas. Cada una tenemos el destino que Dios nos tiene mandado, no hay otra cosa. Y mi hijo salió
con catorce años de la escuela y empezó a trabajar. ¡Lo
poquito que ganaba! Iba de Tahivilla a La Manga con una bicicleta a la
remolacha, lo que había entonces. Más mayorcito estuvo viniendo
a rozar monte. ¡Y se le metió un dolor en el cuello! Porque
se había lastimado. Entonces, cuando venían las ovejas de por ahí y tenían mellizos, los regalaban. Los piareros quitaban de en medio los demás, para que el que quedaba saliera bueno. Y cochinos. Si parían muchos, la madre no tiene las tetas suficientes, y algunos sobran. Podían parir hasta diecisiete cochinos. Algunos, acabados de nacer, vienen con unos dientes muy largos, y no pueden comer. Los dientudos, se les llamaba. Y les tenían que cortar los colmillos. Antes de irme yo a Tahivilla crié un borreguillo con leche americana. Y en Tahivilla también crié borregos. La leche americana nosotros la tomábamos en la escuela. La cocían para nosotros los de Isabel Río y la tomábamos en la escuela. Un vaso cada una. Estaba buena, pero y estábamos hartos ya. La repartían arriba en la iglesia y nosotros la usábamos para criar a los animales. Muchos la tomaban. El que tenía vacas o cabras, tenía leche más buena, y no necesitaba de esa. El queso americano estaba muy bueno. Eran quesos grandes cortados en trozos. Los quesos y la mantequilla americana los vendían. La leche a lo mejor te la daban, porque valía menos. Lo otro lo vendía Juana Guerrero en su tienda. La traían para que la repartiera la iglesia, y ella la vendía. Esas cosas las traían para los pobres y, en vez de dárselo a los pobres, se las guardaban para ellos. ¡No negoció Juana Guerrero nada con la mantequilla y el queso americano! Mi marido era muy raro. Tan malamente como estábamos allí, cuando el niño era ya mayor le buscaron trabajo para que se fuera a Fuengirola. Pero no quiso. A él se le cerraba el mundo. Le parecía que dejando de hacer zapatos se iba a morir de hambre. Si él se va a Fuenguirola, en un cuartito que hubiéramos tenido echando tapillas y cuatro chapucillas que hiciera, con eso nada más él iba ganando. Había que buscar la vida: al el niño colocarlo en lo que fuera y yo podía estar limpiando pisos. ¿Para qué queríamos más? ¡Pero él tenía el sentido tan cerrado...! A mi marido le dio una trombosis que le cogió la mano derecha y le costaba trabajo. Entonces mi hijo, que era ya un hombre y estaba el fin de semana en la casa, le echaba las tapas y le cosía algunas telas. Pero no le gustaba ni chispa. ¡Le daba un coraje...! Él veía que su padre toda la vida había estado como un esclavo. Mientras tanto, como le dio la trombosis, le dieron una paguita. Tuvimos que ir a Cádiz a pasar por el Tribunal para que vieran que estaba inválido y le arreglaron los papeles. Los papeles se los mandaron, y a los dos días de ir a cobrar la paga se murió. Vivimos en Tahivilla hasta que a los seis años le repitió la trombosis. Ese día estuvo toda la tarde, después de almorzar, acarreando leña para la candela en un carrillo de mano que le dio Alfonso Campos (que le quitó la cesta que tenía hecha con lata de bidones). Era octubre y se acercaba el frío. De tanto agachar y levantar le repitió. Ya el pobrecito fue para Algeciras y volvió muerto. Duró veinticuatro horas. El día uno de noviembre se enterró. Con sesenta y seis años que tenía nada más. Ochenta y nueve podía cumplir para enero, porque tenía once años más que yo. La historia de la vida. Después de faltar, en diciembre, la señora donde yo he estado más de veinte años en Facinas me alquiló la estancia que tenía en un patio. Mi hijo le echó un tabique y nos mudamos.
Mi hermana Ana
es la única que murió con treinta y dos años. Curro
murió con cincuenta y siete. Y los demás, todos han ido
muriendo con casi más de ochenta. A pesar de tantos años
desde que mi madre faltó. El que ha muerto este verano tenía
ochenta y uno. Y todavía quedamos cuatro: Antonio, con noventa
y cuatro; Juan, con ochenta y tres; Manolo, que está en Chiclana,
con ochenta y dos; y yo. Hay personas que son poetas, que saben cómo combinan las cosas unas con otras. Tienen una mijita de mente. Esas personas se hacen poetas. De un momento a otro se les pone la copla. Paco, el padre de Paquito iba todas las mañanas a Tarifa a una oficina que tenía. En el invierno, si tú tenías que ir a Tarifa en autobús por la mañana tenías que estar a las siete y media. Si no tenías bulla por llegar, la gente sabía que podía ir con Paco:
Si quieres ir
a Tarifa Estas son coplas de las postales que había antes: Esta mañana
temprano Por ser la primera
postal
Eres de cara
bonita Sobre Facinas hay unos pocos: En Facinas compré
un huevo Facinas, corral
de cabras Facinas, corral
de cabras A Facinas llegué
tarde |